Hace un tiempo trajeron a
mi casa un cachorro de braco, un perro de caza. Ya tenía unos cuantos meses,
estaba asustado, y no parecía agradecer demasiado mimos y caricias. Entre
azulejos de piso, aquel perrillo estaba despistado y algo triste. El braco era
de un amigo mío, y se fue con él. Varios meses después, dando una vuelta con su
dueño, vi a aquél perro en el campo. Daba gozo verle retozar y correr en su
ambiente. Ahora estaba en su medio, desplegando su veloz e intrépida
naturaleza.
Los seres humanos, a
diferencia de los bracos, tenemos razón y libertad moral, pero también somos
dotados con un peculiar modo de ser. Por muy distintos y distintas que seamos,
nadie cuerdo quiere ser un fracasado o un infeliz. A diferencia del perro,
podemos aceptar o no nuestra vida, pero suele ser más realista y provechoso
hacerlo, aunque queramos mejorar nuestro entorno y, ante todo, a nosotros
mismos. Es cierto que podemos tener enfermedades o limitaciones que impidan
desarrollar algunos de nuestros sueños. Pero lo que siempre es asequible, y
admirable, es vivir nuestra vida cotidiana con empeño de hacerlo bien. Tantas
veces, lo que ha hecho memorables las vidas de mujeres y hombres ha sido
precisamente afrontar limites o situaciones que no esperaban.
Solemos admirar a las
personas generosas, alegres y optimistas. Muchas veces son así no porque tengan
todos sus deseos satisfechos, sino porque saben vivir y, por tanto, saben
querer. Tienen buenas relaciones con quienes les rodean y esto, que siempre es
más o menos costoso, les otorga una serena felicidad.
Querer conseguir nuestros
sueños puede ser muy positivo, aunque no siempre sea posible. Pero lo que es
una falta de sentido común notable es actuar de un modo distinto a lo que
somos. Una persona se construye a sí misma con sus actos, pero hasta cierto
punto. Pensar que nuestros deseos son razón suficiente para redefinir
absolutamente nuestra identidad es la lógica de un loco. Un egoísta agudo, por
mucho que se empeñe, nunca será feliz; como tampoco podrá serlo quien
desconozca sus límites más elementales.
Nuestra realidad es una
donación: nadie ha sido consultado para existir. Son muchas las cosas y
personas que no hemos elegido; y precisamente entre ellas se cuentan los seres
que más queremos, como suele ocurrir respecto a las madres. De modo contrario a
lo anterior, las llamadas ideologías se oponen al respeto a los demás y, por
tanto, a uno mismo. Las ideologías son pensamientos o deseos enfermizos que
rompen nuestra unidad y nuestra armonía con la realidad. El nazismo o el comunismo,
siguiendo sus proyectos, llegaron a los más execrables crímenes contra la
humanidad. Y esto sucedió porque, aun teniendo razón en algunas de sus
propuestas, sus sistemas opuestos coincidían en un odio inhumano a los que
consideraban enemigos. Una nueva filosofía de la sospecha, la ideología woke,
parece tener cierto éxito actualmente. Se trata de una especie de neomarxismo
que intenta alertar a todos los que sufren marginaciones, de que la culpa
proviene de un sistema social perverso y explotador. Sus planteamientos son
netamente materialistas y favorables a la violencia como palanca de cambio
social. Respecto a estas ideas, cabe reconocer que hay explotaciones y
marginaciones injustas, que hay que erradicar. Sin embargo, lo grave del
movimiento woke es que basa las relaciones cívicas sobre la desconfianza y la
revancha, poniendo en jaque la naturaleza social del hombre
Por otra parte, la
relativización y la demolición de la familia entendida como la unión de una
mujer y un hombre abierta a la posibilidad de tener hijos, no es ningún avance
sino un retroceso monumental. Nuestra condición nativa es la de ser hijos o
hijas y esto requiere, necesaria y naturalmente, de la existencia de los
padres. Hasta hace muy poco casi nadie ponía esto en duda; pero ya no ocurre
así. La libertad, en vez de considerarse una facultad de la persona, se ha
confundido con la persona misma: esto produce el efecto devastador de una
pescadilla que se muerde la cola.
La ruptura de la familia
lleva consigo la ruptura de uno mismo; de tal modo que, dicho sea esto con
absoluto respeto a la dignidad de todas las personas, ahora se considera que
cada persona tiene el sexo que quiera tener, lo cual no coincide con la
realidad. El transhumanismo va más allá, y sueña con los ciborgs -una mezcla
entre ser humano y ser tecnológico-: dicen que es la hora de que el hombre
lidere el proceso de su propia evolución. Alucinados con el progreso, no saben
bien hacia donde se dirigen porque no reconocen sus raíces y, por este motivo,
no podrán dar un buen fruto.
Actuar poniendo en juego
nuestra libertad es importantísimo, pero pretender progresar individual y
socialmente, al margen de lo que somos de partida, es un error de cálculo
espantoso. Nos desarrollamos con nuestras acciones, pero es una necedad olvidar
nuestro modo de ser humanos y lo que nos hace ser mejores personas. Cuando nos
maravillamos de nuestra existencia, apuntamos a un origen que va más allá de
nosotros mismos, y esto engrandece e ilumina el panorama de nuestra vida. Hacer
está muy bien, pero lo importante es ser personalmente mejores, y solo lo
seremos si admitimos un principio de nuestra auténtica libertad: el obrar sigue
al ser. Aquel perro braco era lo que es… y estaba tan pancho. Nosotros, por ser
personas, necesitamos aceptar nuestra vida y esto supone el esfuerzo de
posicionarse desde unos límites humanos, requisito indispensable para poder actuar
con acierto y aspirar a ser verdaderamente felices.
José Ignacio Moreno Iturralde
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