Al leer cosas sobre
historia antigua, resulta llamativa la extensión y legitimidad que tuvo la
esclavitud. Es tremenda la realidad de seres humanos que durante milenios se
han visto privados de su libertad, de su capacidad de elegir los compromisos
que hubieran querido tener para forjar su futuro; entre ellos, el formar una
familia. Por tanto, la esclavitud no supone no tener compromisos, sino adquirir
los que uno libremente quiere. Estos compromisos requieren responsabilidad y
coherencia.
Entre las realidades más
genuinamente humanas, destaca la familia. Todos somos hijos o hijas, y
bastantes hemos experimentado el amor incondicional de nuestros padres. Esto ha
dado seguridad a nuestras vidas. Actualmente estamos asistiendo a una
multiplicación de divorcios, que son vistos por algunos como una liberación. Me
parece que esta visión puede estar diametralmente equivocada.
Ciertamente hay
situaciones familiares graves que entran en el terreno de los delitos, y no hay
que soportarlas sino denunciarlas. También sucede que un cónyuge se ve obligado
a aceptar un divorcio por el empeño del otro, que es quien lo provoca. Por otra
parte, pueden faltar en un matrimonio condiciones personales indispensables,
que convierten ese matrimonio en nulo. En otros casos puede ser recomendable
una separación. Todas estas cuestiones son delicadas y asesorables por
especialistas. Pero pueden darse otras situaciones, en las que el divorcio se
debe a la falta de virtud personal. En el momento en que parece fallar el
afecto, “la magia”, parece a algunas y algunos que todo se viene a pique, y que
la salida hacia la luz de la libertad es el divorcio. Pero se trata de una luz
de bengala, que deja como resultado algo frágil y quemado.
Chesterton, en su libro
titulado “La superstición del divorcio”, ve como una auténtica farsa el creerse
que puede compartirse la vida con un nuevo cónyuge, cuando se han convivido una
buena parte de la existencia con otro anterior. Pese a todo, la falta de
felicidad, los defectos de la persona a la que se quería, el enamorarse de otra
nueva, u otros problemas de la existencia, pueden llevar a una sensación de
angustia y de opresión.
El amor verdadero es el
que nos hace ser mejor personas. Siempre recuerdo una lección de mi padre quien
decía que el amor nunca pasa y, si pasa, no es amor. El amor tiene vocación de
eternidad. Benedicto XVI afirmaba que la fidelidad es el nombre del amor en el
tiempo. La felicidad es un estado emocional, y no es suficiente en sí misma
para tomar una decisión tan drástica como una ruptura familiar. La felicidad es
la consecuencia indirecta de hacer el bien, que tiene carácter de fin. El
compromiso familiar guarda el amor conyugal, que se da entre los esposos y para
con los hijos, si se tienen. Los hijos necesitan que sus padres se quieran,
para crecer felices y seguros. Esta es la civilización del niño, la que tiene
auténtico futuro.
El amor es ante todo un
acto de la voluntad, y no solamente un sentimiento pasajero. El amor exige
querer a los demás con sus defectos, siempre que tales defectos no supongan
desórdenes morales. El cristianismo revela la más alta condición del
matrimonio, cuando lo asemeja al amor que Dios tiene con cada uno de nosotros,
aunque algunas veces quizás no lo merezcamos.
La unidad familiar es
exigente, dura, antipática y repelente en ocasiones. Exige saber pedir perdón y
perdonar. Precisamente por eso es épica, heroica y maravillosa. La maternidad y
la paternidad suponen una fantástica superación de la feminidad y masculinidad,
y establecen una vocación humana fantástica. Por supuesto, esto no quiere decir
que haya que casarse necesariamente: existen otros modos de entrega personal.
Cuando el cristianismo
habla de amarse hasta que la muerte nos separe está reivindicando y protegiendo
el anhelo más profundo del corazón humano. El matrimonio cristiano, cuna de igualdad,
diversidad, y dignidad, convierte en una leyenda preciosa la vida cotidiana de
una mujer y de su marido. La libertad de la esposa y el esposo es comprometida y
fructífera, aunque los hijos no pudieran llegar, porque el amor -la afirmación
de la identidad del semejante- tiene muchas facetas. La caridad, el amor con el
que Dios nos ayuda a querer a los demás, supone la perfección de la libertad.
Cuando más verdaderamente se ama, se es más libre.
Desembarazarse de los compromisos
familiares para satisfacer afectos desnortados, supone ser más esclavo.
Consiste en encadenar los compromisos más nobles, que hemos adquirido como
personas. Entonces la mente queda confusa y el corazón da vueltas sobre sí
mismo, para pronto percibir el tremendo error de haber tirado tanta cosa
preciosa por la ventana.
Cuando digo esto, quiero
hacerlo con total respeto y comprensión a todo el mundo, por la cuenta que me
trae, y sin afán de herir a nadie. Cualquiera que sea nuestra situación, por
difícil y retorcida que parezca, tiene remedio, si queremos buscarlo y nos
dejamos asesorar por personas de categoría moral y criterio, que merezcan
nuestra confianza. Pero quiero defender la unidad del matrimonio entre la mujer
y el hombre porque detecto la expansión de una mentira que consiste en pensar que romper la
familia es una liberación, cuando es una esclavitud.
Estamos hechos para un
amor grande, sacrificado, abierto a la vida, donde los hijos se sienten felices
de ser queridos por sus padres. Este es el mundo
lleno de auténtica libertad y de alegría.
No comments:
Post a Comment