Todo ser humano conoce el
mundo y a sí mismo a la vez que comparte su vida con otros semejantes,
primordialmente con sus familiares.
La convivencia es una escuela de aprendizaje donde se realiza nuestra dimensión social, al mismo tiempo que nuestros pensamientos y afectos se contrastan con los de otras personas. Parece bastante claro que la felicidad tiene mucho que ver con nuestra capacidad de convivir con los demás. Esta convivencia es una auténtica forja de la personalidad. Sin semejantes la vida es insoportable. También es cierto que ciertas compañías nos pueden resultar una pesadez; y, en alguna ocasión, puede que el pesado sea uno mismo. Nuestros familiares y amigos son para nosotros muy valiosos, pero algunas veces nos cargan. Es entonces cuando se pone de manifiesto nuestra capacidad de querer; es decir: de afirmar la identidad del otro, al margen de nuestros intereses.
Los afectos también tienen que filtrarse por el tamiz de la realidad. No puedo querer a mi padre como si fuera mi abuela, ni a mi madre como si fuera mi hermano. Si me enamoro de la esposa de un amigo, tendré que poner sentido común y distancia para salir de esa situación. Darle exclusivamente al corazón -al ámbito de las emociones y sentimientos- el timón de nuestra conducta es un error grave. La inteligencia entiende la verdad o la falsedad de las cosas. La voluntad quiere esas realidades como bienes, o las rechaza como males. El corazón tiende a unirse con el bien querido, o a aborrecer lo que consideramos malo. El corazón es capaz de amar, que es la actividad[1] que nos puede hacer más felices. Pero hemos de discernir cuáles son los verdaderos amores, y un modo de identificarlos es éste: aquellos que nos hacen ser mejor personas. Puede haber amores rotundamente falsos, que es necesario reprobar.
El corazón tiene motivaciones profundamente relacionadas con
la libertad personal. Esto hace que seamos capaces de optar por decisiones que
no son fruto exclusivo de la inteligencia. Los compromisos más valiosos que
adquirimos no suelen ser obligatorios, sino libres. Es muy interesante escuchar
al corazón, siempre que lo que nos pida tenga el visto bueno con la
inteligencia. Aunque amar sea más importante que entender, la inteligencia
tiene prioridad sobre la voluntad y el corazón. Primero con la cabeza, después
con el corazón… Se trata de algo costoso de vivir en algunas ocasiones, pero
enormemente beneficioso.
Cuando ejercemos la inteligencia tenemos que darnos cuenta
de nuestras limitaciones. Por esto hemos de aprender de personas con más
conocimiento y experiencia que nosotros, en las que tengamos confianza.
La fe cristiana añade un engrandecimiento insospechado a la
inteligencia y la afectividad humana. Nos lleva a una valoración de los demás
desde la perspectiva de Dios. El perdón y la misericordia que el cristianismo
nos pide está por encima de nuestras expectativas iniciales y, sin embargo, nos
hace más profundamente humanos. A la luz de la vida del Hijo de Dios, nuestra
vida cobra una capacidad de querer enorme, lo que es compatible con
experimentar en nosotros y en los demás múltiples defectos, quizás para que no
nos demos una excesiva importancia. A veces el buen humor está relacionado con
el buen humor, y ver el ángulo divertido de algunas limitaciones puede ser algo
inteligente y simpático al mismo tiempo.
José Ignacio Moreno Iturralde
[1] El
filósofo Leonardo Polo considera que el amor, antes que una actividad, es un
trascendental de la persona humana; es decir: una dimensión constitutiva y
fundamental de hombres y mujeres.
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