Hablar de la muerte es
algo que se nos antoja desagradable y de mal gusto, aunque es cotidiano escuchar
en las noticias que unas personas han muerto en tal situación o en tal otra…
Estos hechos nos dejan un tanto tristes o perplejos, pero el río de la vida nos
hace circular hacia otros requerimientos más cercanos y atractivos.
Realmente, la muerte es
una bofetada a la vida, algo que se nos puede presentar como horrible y sin sentido.
Cuando se trata del fallecimiento de un ser querido, el problema cobra además una
gran intensidad emocional. Pero dentro del drama que supone perder a un
familiar cercano, o a un buen amigo, subyace una interpretación profundamente
humana. Entonces recordamos el tiempo que vivimos con esta persona, lo que nos
reímos o enfadamos con ella, lo que nos enseñó, o el cariño con el que nos cuidó.
Nos damos cuenta de qué es lo más esencial, lo verdaderamente importante, en la
existencia de un ser humano.
En cierto modo, la muerte
nos hermana. Sea cual sean nuestras diferencias encontramos esta fuerte
experiencia común, y esto puede ayudarnos a tener más unidad y comprensión
entre nosotros. El final de la vida supone que tenemos un tiempo: sin la muerte,
como decía el filósofo Rafael Alvira, daría igual hacer una cosa bien o mal,
hacerla hoy o mañana, o dejarla sin hacer. La muerte es un referente moral.
La versión de un
conformismo materialista de la muerte es insuficiente. Tenemos un enorme deseo
de vivir para siempre y la muerte puede que no sea el problema, sino la solución.
Las teorías filosóficas sobre la inmortalidad del alma, como las de Platón o
Tomás de Aquino, son dignas de estudiarse, pero ahora puede ser más oportuno
recordar a personas a las que hemos visto vivir con alegría y morir con
esperanza; incluso, en ocasiones excepcionales, con buen humor. Éstas son
lecciones, que se nos quedan profundamente grabadas en nuestro interior, y nos
sirven como valiosas referencias en nuestra vida.
La explicación cristiana
de la muerte se muestra con la Resurrección de Cristo, un hombre que es Dios.
Este hecho central de la historia tiene un componente de fe, de don divino,
pero está avalado por hechos históricos de comprobada solidez y coherencia. Además,
la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret nos invitan a un estilo de
vida de entrega a los demás, lleno de sentido, alegría y renovación interior. Podría
decirse que la lógica de ayudar a los demás forma parte de la lógica de la
resurrección.
La vida después de la
muerte supone también un acto de justicia ante la historia y ante cada persona,
pues si todo acabara con la muerte se caería en el sinsentido, entre otros, de
millones de personas inocentes vilmente asesinadas. Pensar que el final de un
criminal y de alguien honrado es el mismo supondría un absurdo monstruoso y el
absurdo, por sí mismo, es incapaz de generar nada.
La muerte es un
acontecimiento de la vida; pero la vida no es un acontecimiento de la muerte.
Se trata de una dolorosa solución para una rotura del espíritu humano. El
pecado original, el querer ser como dioses para nosotros mismos, es una
deformación sanada por una solución asombrosamente original: la de un Dios que
se hace hombre y -como escuché- hace suya nuestra muerte para darnos su Vida:
una vida eterna. Un tipo de existencia de la que San Pablo afirma que: «Ningún
ojo ha visto, ningún oído ha escuchado y nadie ha imaginado lo que Dios tiene
preparado para aquellos que lo aman» ( 1 Cor, 2-9).
La vida eterna empieza ya ahora, especialmente con la caridad, con la
ayuda al prójimo o al próximo, que es lo mismo. Por esto, una persona que se
sabe hijo o hija de Dios no tiene ni miedo a la vida ni miedo a la muerte,
aunque el final de nuestra existencia en este mundo nos cause un lógico
respeto. Por otra parte, la nostalgia de los seres queridos ya fallecidos, puede
aliviarse por la certeza de que, al estar en Dios, tienen una inefable y real cercanía
a nosotros.
El sentido de la muerte cristiano, el más profundamente humano, refuerza
y da un inmenso valor a nuestra vida de cada día, dándonos una guía para ser
mejores personas.
José Ignacio Moreno Iturralde
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