“Que te aguante tu padre” es una
expresión muy española. Pero si el padre no lo aguanta tendrá que hacerlo la
madre; y viceversa. Una familia coja no podrá dar un suelo seguro a sus hijos;
el suelo familiar, que es el suelo del mundo humano. Si la persona no es para
la familia, la familia no será para la persona; quizás es lo que está
ocurriendo en sectores de nuestra sociedad.
La familia indisoluble se
presenta a los ojos de muchos como algo similar a una cárcel donde la libertad
personal queda asfixiada. Se ha presentado a la familia –esposa, esposo e
hijos; hoy es preciso aclararlo- como algo prosaico, aburrido, sufrido e
incluso inhumano. No cabe duda que esta visión de la familia participa de todos
esos adjetivos. Al mismo tiempo sigue siendo cierto, para multitudes, que la
familia es el mejor lugar donde caerse muerto. Cabría pensar que por esto es
también el mejor lugar para levantarse vivo todos los días.
El núcleo del asunto está en qué
es amar: un rapto pasional o una afirmación de la otra persona. Pieper, un
pensador alemán contemporáneo, dice que amar es como afirmar “es bueno que
existas”. Amar es querer lo mejor para la persona querida. Realmente aprender a
amar es aprender a ser mejor persona; no a evaluar cuál es mi gado de
satisfacción afectiva.
La naturaleza, ese “prosaico
lastre” que somos nosotros mismos, nos impone de modo impune que el amor
plasmado en la relación sexual tenga notables probabilidades de encarnarse en
un hijo. Esta relación entre dos es elevada a una nueva y tercera dimensión. El
amor esponsal entra en una superación que se hace vida nueva. La mirada entre
dos ya no se cansa porque se renueva y fecunda en un arcano de vida. Por el
mismo motivo cuando se niega la vida los ojos del cónyuge no son ya una ventana
para amar sino un espejo donde se ve el rostro estéril y egoísta del yo.
Si no entendemos las leyes de la
naturaleza, con su porción de enigmáticos y desconcertantes errores, nos
abrimos a un mundo de nuevas posibilidades afectivas. Nos preguntamos por qué
pechar con una fidelidad que se hace tan gravosa. Vemos la fidelidad pesada
como una pesada digestión; por eso una cierta libertad nos lleva a la anemia.
Así, el hombre se torna tan independiente y tan estéril como una hoja de otoño
zarandeada por el aire.
“El amor nunca pasa y si pasa no
es amor”, escuché en una ocasión a mi padre. Por eso el amor, el verdadero amor,
hace nuevas todas las cosas. El amor siempre da vida, siempre dota de sentido,
siempre es familiar.
La superstición del divorcio
La superstición del divorcio es
el título de un libro de Chesterton. Algunas de las siguientes ideas son de él.
Hay personas que consideran el matrimonio, especialmente el canónico, como una
ceremonia supersticiosa e incluso algo hipócrita. Harían bien en pararse a
pensar por qué, sin embargo, la institución matrimonial ha dado durante los
siglos tanta estabilidad personal y tantos frutos. Nadie maduro duda de los
momentos de dureza y monotonía de la vida matrimonial; cómo tampoco nadie duda
de que a cualquier madre o padre maduro le importa bastante más la vida de su
hijo que la suya propia. Sin embargo, aguantar mecha no parece hoy al alcance
de muchos: “Se dicen: Hay un magnífico remedio, el divorcio. Volver a empezar.
Otra nueva posibilidad para el amor”. Pero el amor humano no es el encuentro
furtivo de dos arenques en el mar. Amar es compartir la propia personalidad. Al
segundo esposo o esposa le está vedada la personalidad compartida con el
anterior. Está estadísticamente demostrado que el divorcio engendra más
divorcio y ello se debe a que una biografía rota es mucho más frágil para
volverse a romper. La creencia en el divorcio como amuleto de salvación no deja
de suponer una especie de religiosidad supersticiosa para con uno mismo; es una
clase de opio del pueblo para momentos de especial materialismo y falta de
ideales.
Se
apresuran más los engorrosos trámites del divorcio: “felicidad cuanto antes”.
No debe haber espacio para la reflexión, para la consideración responsable de
que con las propias decisiones me juego la veracidad –mejor que autenticidad-
de mi vida. No sospechan tales legisladores que este tipo de leyes
sentimentales se transforman en varapalos de hierro contra la mujer y el
hombre. Las personas tenemos corazón, pero es el cerebro quien debe guiar.
¿Acaso no trastorna la pasión a la inteligencia? ¿No es verdad que tras varios
días o meses desde que surgió la indignación nos damos cuenta de que gran parte
de la culpa fue nuestra?
Quien se ha
rebelado contra la familia a lo largo de la historia se ha rebelado contra la
humanidad: Lo demuestran tanto los sistemas esclavistas, el socialismo comunal,
el capitalismo salvaje y últimamente la sociedad del bienestar, en la que con
frecuencia se está tan mal.
Sí, de
alguna manera la entrega para siempre se nos aparece como un imposible para
nuestras propias fuerzas; pero, sin embargo, es para lo que estamos hechos. “Te
amaré por tu fidelidad y te seré fiel por tu amor”. La fidelidad es la cadena
clavada en la roca que nos impide caer al vacío en plena ascensión alpina,
mientras que la infidelidad es la soga del ahorcado: pretende correr con el
caballo de la felicidad y cae a plomo ante el vacío que no le sustenta.
Nadie duda
de casos de nulidad, ni de situaciones dramáticas, pero lo más dramático es una
legislación de nula inteligencia, que hace de la excepción el contenido.
¿Tenemos dudas? Pongámonos en el lugar de nuestros mayores y preguntémonos cuál
es el valor de la fidelidad matrimonial y de las mejores circunstancias para la
educación de nuestros hijos.
Una educación libre
“Un señor que no conozco me enseña una cosa que no quiero”; Chesterton sabía ser conspicuo e incisivo. Esa frase tiene que ver con el núcleo de la cuestión. Hay quienes pretenden que la escuela haga las veces de la familia, porque no creen en la familia sino en el Estado. Son personajes que tienden a confundir lo privado con lo público. No comprenden que la única institución que es capaz de conjugar libertad con igualdad, potenciando a ambas, es la familia. Porque la familia es libre y necesaria la escuela es necesariamente libre. La humanidad sólo existe en rostros humanos, especial y comprometedoramente cercanos. El rostro de mamá no puede ser superado por el de la directora del Instituto. El rostro de papá no puede ser olvidado por el del joven profesor de educación física.
Desde la familia, fortaleza de
virtudes y de seguridad interior, el chaval se lanza seguro a la conquista del
mundo, con sus dudas y fragilidades propias de su condición; con la pureza y el
empuje de la juventud. El citado escritor también afirmaba que “el hombre no es
una evolución sino una revolución”. La verdadera revolución es la familia y hay
muchos que todavía no se han enterado. Por eso la familia extiende su
revolución contratando libremente el colegio que mejor desea para sus hijos:
astronautas del nuevo mundo, portadoras de la moda con más estilo.
Desde la libertad el profesor
transmite sabiduría; preceptúa hacia los dogmas de los polos magnéticos, de la
circulación sanguínea y de las reglas de ortografía. Secunda la paternidad.
Pero si se llama totalitarismo a la precisión del cálculo infinitesimal e
intolerancia al estudio de las virtudes cardinales no se podrá enseñar. El
objetivo de la enseñanza no son los alumnos, tampoco es el profesor: ¡Es el
mundo! Mirando hacia fuera de nosotros mismos es como familia, profesores y
alumnos colaboramos en la tarea común e indirecta de enseñar...De enseñar las
verdades de la vida, con todas nuestras limitaciones y parcialidades. Son las
realidades de la realidad las que sientan las bases de la autoridad paterna y
docente; del respeto a los hijos y a los alumnos.
Si no respetamos la primacía del
derecho a los padres a enseñar no tendremos nada que enseñar porque no miramos
la realidad sino ideologías deprimidas que se visten de revolucionarias, que
ladran porque tienen miedo del hombre y de su libertad.
Un futuro familiar
El futuro de la educación está en
la familia; no hay que ser un lince para darse cuenta. Sentada esta base,
podemos decir que el futuro de la familia está en la educación. Una educación
que expanda las capacidades humanas, vertebradas y modeladas en la familia. Por
esto sólo es posible un futuro digno desde la familia y la educación.
La historia de la humanidad ha
considerado siempre que la familia es la causa por la que merece la pena vivir
y enseñar. Hoy se pone en tela de juicio esta realidad perenne. Si se pierden
los puntos cardinales reina la confusión. Si un empacho de pedante y rancio
relativismo ve a la familia como un norte superado no hay educación posible.
Podemos considerar a los pulmones
conservadores por respirar o casposos a los oídos por escuchar, pero a costa de
dejar de ser nosotros mismos. La aceptación de lo que somos es la condición
necesaria y gozosa para progresar; para progresar enseñando. Para enseñar no a
nosotros mismos, sino al cosmos. La batalla no está perdida ni lo puede estar
porque la aventura hacia ninguna parte es siempre pasajera. La vida es más
grande que nosotros mismos porque no la hemos creado. Este consustancial e
innato sentido común prevalecerá. Lo lastimoso es las pérdidas de orientación
de tantos por la falta de inteligencia y de honradez de algunos.
Cuando el Estado se equivoca la
familia puede resistir; lo ha hecho hasta ahora. Todos los tiranos del mundo
han tenido hasta la fecha un enemigo imbatible: la familia. Y esto ocurre
porque es condición humana. Cada época debe renovar esta verdad de la historia
con creatividad y riesgo. Hoy, el asociacionismo familiar es ya una realidad
que está plantando cara a estructuras de poder poderosas pero con pies de
barro. Un asociacionismo justo pues sólo quiere lo que es suyo: la inalienable
entidad familiar y su derecho a la libre educación de sus hijos para crear un
futuro de libertad.
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