Atreverse a ser
feliz puede ser un reto sugerente para la vida adulta. A los niños no les hace
falta atreverse a ser felices: con un mínimo de condiciones, lo son. En la
adolescencia y la juventud existe una gran apariencia de felicidad, pero la
llama cantarina de la dicha interna no es una luz fácil de conseguir. El
adolescente "está, como la ropa de una lavadora, en fase de
aclarado", según afirma el doctor Jesús Poveda. El joven necesita retos
que merezcan la pena, pero la extendida psicología de "los
botellones" llena a muchos sus estómagos, al tiempo que reduce de
contenido sus aspiraciones. Por otra parte, la ancianidad es una etapa ardua en
la que, entre el rescoldo de sus limitaciones, puede lucir el fuego de una
elevada felicidad humana.
Una felicidad con rostros humanos
Hay muchos y
buenos consejos para vivir con acierto: acostarse pronto -donde reside buena
parte de la sabiduría, según el cardenal Newman-, llevar una dieta equilibrada,
hacer algo de ejercicio, ser ordenado... La felicidad tiene un buen componente
material: es maravilloso recuperar la salud después de una enfermedad, o
conseguir el anhelado premio de la lotería. Pero la felicidad humana no puede
contentarse con un sentirse bien. La alegría de vivir de un pájaro, o de un
perro juguetón, no nos es suficiente. Hay otras dimensiones de la felicidad que
se cultivan con ejercicios recios como procurar no enfadarse, practicar la
humildad y saber perdonar.
En algunas
ocasiones, la llamada de la felicidad puede plantearse como la de romper
compromisos y barreras que nos parecen caducos, superados y angustiosos.
Podemos buscar sacarnos el zapato que nos aprieta. Es lógico y humano tender a
evitar lo que nos contraría, pero será prudente examinar con honradez si el problema
está en el zapato o en el propio pie. De lo contrario, podemos quedarnos
descalzos y andar con problemas por el mundo.
El bienestar y
la paz interior están relacionadas con aceptar la propia realidad. Hay etapas
de la vida en que esto no ofrece inconvenientes: "estamos encantados de
conocernos a nosotros mismos". Otras veces, asumir los desafíos de la
existencia puede resultar difícil y doloroso. Buena parte de la madurez humana
consiste en distinguir las limitaciones que hay que superar de las que hay que
aceptar, porque estas últimas son precisamente la condición de nuestra
superación personal. La mujer embarazada, que acepta en su seno la vida de su
criatura, sabe que sufrirá incomodidades. Pero se trata de sufrimientos
aceptados por amor al hijo que viene de camino. Algo análogo sucede con nuestra
relación con la realidad. Sólo sí la amamos, sufriendo sus inconvenientes,
podremos recrearla y fraguar algo nuevo, que también nos renueva a nosotros
mismos.
La más genuina
alegría humana tiene que relacionarse con las caras de las de personas que nos
rodean. Rostros encantadores o mal encarados, simpáticos o desagradables, pero
siempre comprometedores. Especialmente nos retan las expresiones de las
personas con las que compartimos lazos y responsabilidades de familia y de
amistad. Compartir una sonrisa sincera y una alegría comprometida no siempre es
fácil, pero nos hace felices. La felicidad propia es el reflejo de la alegría
de rostros que no son el nuestro.
La felicidad
tiene relación con los propósitos audaces, y la audacia real está al alcance de
la mano: suele relacionarse con los compromisos. El pecado original lo es en su
origen, pero realmente se trata de algo bastante vulgar. Se manifiesta
reiteradamente en el egoísmo y el orgullo. Por este motivo, educar el corazón
es algo fundamental. En nuestro buen mundo, hay sin embargo un incesante
bombardeo publicitario de felicidad de artificio, que plantea algunas evasiones
más falsas que un diamante de plástico. En una atmósfera materialista, muchos
jóvenes y no tan jóvenes parecen no tener criterios seguros para regir la
afectividad, dejando que se desboque como un caballo indómito. El corazón es
algo muy valioso, y sin él no podemos vivir una vida humana; pero las
decisiones tienen que ser tomadas por la inteligencia y el sentido común. Un
ejemplo: el volante es el que toma la dirección correcta por la que avanzara el
motor. Funcionar a golpe de corazonadas es como pretender girar el coche con el
motor; el mejor modo de salirse de la carretera y romperse la cabeza.
La educación
del corazón depende de la educación de la inteligencia, y ésta de la verdad de
las cosas. Sí el defensa es delantero y el árbitro portero, no hay quién se
aclare ni quien meta un gol. El relativismo y el escepticismo se plantean de
modos presuntamente intelectuales, pero enmudecen sin decir palabra a la hora
de las necesidades perentorias, como comer o recibir asistencia médica. Tales
necesidades plantean que es positivo e inteligente que el amor humano, y los
compromisos que trae consigo, también se orienten por criterios sólidos y
estables; cosa que ha de ocurrir especialmente en el matrimonio y la familia.
La felicidad no es sólo un sentimiento, y mucho menos un juego donde se
deja en la estacada a personas que necesitan de nosotros. La felicidad es un
fin en cuyo camino, a veces espinoso, ya se comienza a disfrutar de ella, en
compañía de otros.
Felicidad y fin personal
Algunos dicen
que el ser humano es lo que come. Dado que esta definición es similar a la de
un animal de bellotas, conviene completarla diciendo que toda persona humana es
una misión. La vida nos plantea, en ocasiones, retos tan distantes a nuestros
gustos como puede serlo una estrella. Pero sin astros lejanos tampoco habría un
mundo humano. La ansiedad y angostura de espíritu es consecuencia de haber
perdido de vista la propia estrella: la misión a la que cada uno ha sido
llamado. Una vocación es más grande que el universo, por modesta que parezca,
pues los retos que plantea son más profundos que el propio corazón, siendo su
origen más lejano que las galaxias. Cuidar a un enfermo puede ser más
importante que una teoría para salvar el mundo; porque el mundo, sin la
primacía del rostro humano, se evapora y desaparece. El escritor C. S. Lewis
escribió un libro titulado "Mientras no tengamos rostro", en el que
plantea que el camino de la vida es una progresiva configuración de nuestra
fisionomía espiritual.
Saber mirar a
las personas requiere una cultura muy superior a la de un experto en historia
del arte. En primer lugar, conviene recuperar la sencillez y la gratitud ante
el espectáculo de la existencia. Cuando la libertad y la autonomía ponen gestó
despectivo respecto a todo lo llano y normalito del mundo, hacen gala de una
insoportable falta de buen humor y de sentido común.
Otra tarea
necesaria es la forja del propio carácter en las relaciones personales.
Virtudes como la justicia y la fidelidad han sido ensalzadas en todas las
civilizaciones humanas. Sin estas virtudes, el camino de la felicidad no es practicable.
Aguantarnos unos a otros es parte clave de la historia de la humanidad. En esa
convivencia milenaria hay ejemplos de excelencia y de vileza. Lo más fácil para
mejorar puede ser pensar en aquellos que conocemos y nos parece que, pese a sus
defectos, saben hacer de la vida algo que merece la pena. En ellas hay
virtudes; sobre todo la de saber querer. Se trata de personas que tienen el
corazón preparado para tener franca cordialidad con los demás.
La proximidad del cristianismo
El asombroso
salto de cercanía que plantea el cristianismo es el de afirmar, a los cuatro
vientos, que el mismo Dios tiene un rostro humano. Este hecho histórico plantea
un nuevo modo de relación con las personas, a las que el Génesis define como
imagen y semejanza de Dios. El asunto no es inmediato. Por ejemplo: a veces vemos
rostros de modelos en los anuncios que juntó a una notable belleza física,
parecen manifestar una inteligencia más bien escasa. Además, el aburrimiento,
la chabacanería o la vulgaridad, no son ajenos a la condición humana. Sin
embargo, por poco agraciados que seamos, late en nuestro interior una fuerza
sorprendente que asoma al rostro cuando amanecemos a la gratitud y, sobre todo,
a la comprensión.
Cualquiera que
no sea un ingenuo, conoce que esta vida tiene sucesos y etapas tan duras y
desagradables, que parecen desafiar hasta el propio sentido de la existencia.
También es verdad que se nos ofrecen muchos momentos gratos y entrañables. El
cristianismo nunca ha renegado de las legítimas alegrías humanas, sino que las
ha orientado hacia una plenitud de sentido. La doctrina católica enseña que las
Bienaventuranzas evangélicas, fuertes paradojas que dan sentido al dolor,
constituyen el rostro moral del Salvador, según afirma el catecismo católico.
Algunas personas han buscado con fuerza y decisión este rostro humano y divino.
En esta búsqueda, el camino del sufrimiento es imprescindible para saber
encontrar el valor divino del rostro humano, donde puede descubrirse el de
Dios. Sólo desde la Cruz, desde la apertura amorosa y esforzada a la realidad,
encontramos la verdad de nuestra vida y la de los demás. No se trata de un
culto al sufrimiento, sino de una inteligente búsqueda de rehabilitación de la
propia alma. Aunque lleguen densos nubarrones y dolores, el cristianismo sabe
que el rostro de Dios ha sido el de un ajusticiado, pero también el de un
resucitado.
Saber disfrutar
de la vida es un arte y requiere de talento natural y de capacidad de
disfrutar; valores propios de todas las culturas y religiones. Lo que el
cristianismo ha afirmado es que en el fondo de los hombres y mujeres que no le
han rechazado, está Dios. Esta fe es la que alienta una alegría incomparable y
una felicidad que, siendo un grandioso don, está al alcance de la mirada. Se
trata de una felicidad que ha aprendido a mirar al mundo, de tal modo, que lo
hace más feliz. Nace también así el verdadero sentido del humor, que surge de
la celebración de la vida, con todo su cortejo de precariedades. Torear con
salero las limitaciones de cada día, solear un día gris y lluvioso con un trabajo
bien hecho, o navegar gozosamente por encima de las olas de defectos propios y
ajenos son técnicas que requieren de auténticos maestros del vivir. No siempre
es fácil, porque muchas cosas tienen bastante poca gracia. Pero seguramente la
gracia de Dios también tiene que ver con esto: con hacer un mundo más
divertido. Aunque haya muchos momentos en los que la broma no tenga ningún
sentido, siempre lo tendrá una visión positiva de todo lo que acontece, algo
así como una sonrisa moral y, si es posible también física, que es un signo de
afirmación positiva del mundo: la señal de la Cruz.
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