Al iniciar una excursión por la Pedriza,
cerca de Madrid, observé por la mañana a un hombre con cara de funcionario
malhumorado, torrado, “empanado”, y, además, enfundado en un chándal gris.
Pensé que ese hombre hacía muy bien en venir al campo en tan lamentable
situación. Al regresar a media tarde de la caminata volví a ver al mismo tipo
transmutado. Su cara era la de un gordo feliz, su mirada se erguía hacia el
cielo y sus brazos elevados sostenían al pocholo que debía ser su hijo. Existen
otras historias más apasionantes; por ejemplo una que corre por tradición oral
sucedió en un zoológico. El guardador de la fosa de los cocodrilos vio con
horror como su hija pequeña se desequilibraba y caía dentro del lugar de los
animales. Un reptil se acercó a la niña. El padre se tiró encima del lagarto y
le arrancó los ojos con un cuchillo, logrando salvar a su hija; desde luego si
no fuera cierto el suceso merece contarse como tal. Lo que está claro es que cualquier
tragaldabas, hecho uno con el sofá delante del televisor, se transforma en
alguien muy superior a Spiderman ante una llamada que alerta del peligro en que
se encuentra uno de sus hijos.
Todo
esto me recuerda a una idea de la película “Mejor imposible”: los amores
verdaderos son los que nos hacen mejores personas. El amor generoso a los hijos
es lo que más nos engrandece. Una familia con muchos hijos es un inmenso bollo,
algo incómodo que aparentemente va más allá de nuestras fuerzas y, sin embargo,
es casi lo único que colma de felicidad a los seres humanos.
Si
no se es su madre o padre no es fácil sentirse cómodo delante de la mirada de
un bebé; se trata de un espejo de nuestra propia inocencia, de una suerte de
absoluto que reclama de nosotros el hacer expresiones de verdadero cariño y
ternura demostrando con frecuencia que no andamos muy sobrados de estas
cualidades. Por esto el cristianismo hizo de la defensa del niño uno de sus
estandartes; porque , como otros credos, entendió que debía proteger a los
máximamente indefensos.
Los
niños, cuando comienzan a andar, frecuentemente se desestabilizan por el
volumen de su cabeza en una especie de efecto peonza. Quizás esto se puede
interpretar como un símbolo de su intelectualidad, de su posicionamiento feliz
ante el mundo. Una sociedad llena de niños es una sociedad sabia, una sociedad
de servicio y familia, un mundo de personas mejores. El planteamiento
antinatalista de turno, quizás no muy convencido de que merece la pena vivir,
hablará ahora de las hambrunas de los niños de países atrasados e
irresponsables. Atrapado por su noción de calidad de vida y absolutamente
ignorante del concepto de vida de calidad no llega a ver más allá. Pese a ser
capitalista, aunque deprimido, no se da cuenta de que el mayor capital de un
pueblo son sus hijos y la expansión de sus capacidades. Es incapaz de concebir
un plan creíble de desarrollo nacional e internacional que venza tan flagrantes
injusticias. Y no cree en este desarrollo porque, en el fondo, no cree en el hombre.
Cuando
en las sociedades cavernícolas de nuestro mundo tecnificado las clínicas
abortistas hacen fabulosos negocios con la cobardía, inmadurez o apuro de
mujeres turbadas algo serio hay que hacer. Cuando las clínicas de fertilidad
acumulan embriones sobrantes congelados que, si les dejaran vivir, podrían
estar montando en patinete dentro de tres años, se debe reinventar la cultura
humana. Desengañémonos: no se trata de juzgar a nadie pero si a actos de
llamativa extensión y de nula humanidad. Los enfoques que con celofanes de
colores envuelven a millares de niños
muertos son propios de hienas, no de hombres.
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