La habitación era una juerga:-“Aquí pájaro verde a pájaro
rojo; corto y cambio”. Se trataba del mensaje de una tía abuela a su sobrina
nieta. La niña iba vestida de color fresón; la abuela, tumbada en la cama,
tenía una mascarilla verde de oxígeno. Tan sólo le quedaban dos días de vida y
había que aprovechar el tiempo. Se encontraban algunos espectadores cuyas caras
parecían estar viendo un divertido dinosaurio blanco.
Preguntas atrevidas
Esto de
creer en Dios tampoco es tan fácil. Hagamos algunas preguntas: ¿Por qué sufren
tantas personas? ¿Por qué mueren tantos inocentes? ¿Cómo es posible que exista
el infierno si Dios es misericordioso?...Se han dado sesudas respuestas y las
soluciones no parecen contentar a todos. Sin embargo, pienso haber dado con la
respuesta definitiva y la lanzo en esta octavilla volandera; dice así:”No tengo
ni idea. Dios sabe más”. La confianza es anterior a la razón; pregúntenselo a
un bebé. Agustín de Hipona decía: “Para el que quiera creer tengo todas las
razones; para el que no quiera no tengo ninguna”.La respuesta dada antes al
misterio del dolor es redonda; pero cabe pensar que, de entrada, no convencerá
a muchos. Téngase en cuenta que es redonda porque es, al mismo tiempo, un punto
de partida y un punto de llegada; una especie de bucle. Una vez atravesado
–como una montaña rusa de Disneylandia-, nos hace ver la realidad de un modo
tonificántemente nuevo.
Intentaremos
avanzar. Lo que no es normal es despreciar que vamos a 100 Km/s por el espacio
en una gigantesca bola redonda –sin despeinarnos- que gira alrededor de una más
gigantesca bombilla astral. Es lógico que estemos acostumbrados pero no por eso
deja de darnos vida una asombrosa norma y lo normal debe ser tener en cuenta
las normas. Utilizamos móviles, aviones sofisticados y hasta bombas atómicas;
pero no tenemos ni idea de por qué es tan inmensa la bóveda estrellada que nos
enmarca. Quiero llegar a volver a caer en la cuenta de que nuestro cerebro
tiene límites severos, nuestro estómago también y nuestra vida no parece muy dilatada
en comparación con los 13.000 millones de años en los que se data el inaudito
surgimiento del universo.
Hace falta
mucha fe en el azar para pensar que la realidad surgió porque sí. Desde luego
que surgió porque sí; pero en otro sentido distinto al azaroso: porque una
voluntad creadora quiso. Qué agudo estuvo C.S. Lewis al afirmar que las cosas
no son producto de las leyes.¿Quieren hacer la prueba? Sumen un millón de euros
más dos millones de euros. Sin duda son tres millones; pero lamentablemente no
aparecerán en su bolsillo por fuerza de las leyes matemáticas. Muchos grandes
filósofos han pensado pormenorizadamente en lo razonable que es admitir la
existencia de Dios. Permítanme tan solo que les relaté lo que un padre me dijo
que su hijo de diez años le había comentado:”Papá, tú eres pero podrías no
haber sido. Yo podría no haber sido, pero soy. Dios es pero no puede no ser”.
Nunca había escuchado una síntesis de metafísica más perfecta. El chico, más
adelante, no se dedicó a la filosofía sino a los negocios.
La
metafísica es una buena mesa, pero hacen falta los alimentos que sanen nuestra
indigencia. Este puede ser uno: Un famoso libro del psiquiatra español Vallejo
Nájera lleva por título “Concierto para violines desafinados”. Uno de los
personajes es un muchacho con una invalidez muy seria que, pese a sus
limitaciones, siempre está contento. Alguien le pregunta por el secreto de su
ingenua alegría y él responde con un verso: “Baja y subirás volando/ al cielo
de tu consuelo/ porque para subir al cielo/ se sube siempre bajando”. La
humildad es sencillamente la verdad.
Vidas que sufren; miradas que humanizan
En nuestro mundo tecnológico
y acelerado hay algo que nos humaniza, que nos revela nuestra propia y personal
entidad: el encuentro con el inocente que sufre, con el enfermo, con la persona
deprimida que reclama asistencia y esperanza. La mirada sublime del ser
querido, al que se le va la vida, nos interroga en lo más profundo del corazón.
Esa mirada tiene una dulce y arrebatadora fuerza, incomparablemente superior a
la de los razonamientos más elegantes y concluyentes. Pienso que la eternidad
es la fuente activa de la inocencia y la misericordia; porque esto es lo más
digno de persistir.
Las reflexiones anteriores
tienen una dimensión práctica. La justicia y la misericordia no se excluyen
sino que se necesitan. De esto se deduce que el hombre justo es el que actúa
solidariamente con los más desfavorecidos. Sólo desde una dignidad solidaria
daremos prioridad a la inocencia real del hijo que se fragua en el seno de la
mujer respecto al deseo de ser o no acogido. Únicamente desde un inhumano
cinismo se puede estar sosteniendo la barbaridad de matar pequeños seres
humanos sin darle gran importancia. La eutanasia tiene connotaciones similares:
La solución humana es el cariño, el ánimo, la compasión, la esperanza y, por
supuesto, la medicina paliativa.
Hacernos dueños de la vida y
de la muerte de los seres humanos más indefensos y menos autónomos física o
psicológicamente es, sencillamente, dejar de ser humanos. ¿Por qué? Porque toda
vida humana no tiene en si ni su origen ni su final .Todo ser humano es alguien
de un valor incondicionado. ¡Cada ser humano representa a todos! Ante una vida
humana la única actitud digna es la del respeto a su vida. El respeto deja a
esa vida en su sitio y a las leyes civiles en el suyo. Asumir esta exigencia
puede ser costoso y duro, pero es el precio de ser personas. El siglo XX lo
olvidó en múltiples ocasiones y el siglo XXI también ha comenzado a olvidarlo.
Aquél precio es el único que nos hace sostener una mirada de cariño esperanzado
ante los ojos de un bebé o de un anciano desahuciado; la única mirada digna del
ser humano.
La elocuencia del dolor
Nuestra sociedad tiende a medir la
eficiencia, la rapidez de gestión, la facturación, la tragicómica carrera para
llegar a ser el más rico del cementerio. En cualquier sociedad humana, un
pastelero invitaría a merendar al mendigo que tiene a su puerta a cambio de que
le ayudara a atender a los clientes; en la nuestra vemos inflexiblemente lógico
que no se haga así, aunque el pastelero de alto copete esté al borde del
colapso ante el local abarrotado de gente.
Nos importa, con motivos graves, la calidad de vida; pero quizás nos
importa menos la vida de calidad porque no sabemos mucho lo que es la calidad
y, por eso mismo, no sabemos bien lo que es la vida. Los pseudoapóstoles de que
el hombre es un “quiero y no puedo” ya se han encargado de explicarnos que es
rancio el discurso de acometer una vida
moral recta; vaya, que no es políticamente correcto pensar.
De improviso, indecentemente,
surge un hecho tozudo, irritante y parcialmente imprevisible: el dolor propio y
el ajeno. Este ilógico intruso nos atrapa, frena nuestra convulsiva carrera
hacia no se sabe bien donde y nos obliga a pararnos y -¡horror!- a meditar. El
encuentro con el dolor es una antesala con dos puertas: una es la desesperación
y otra la contemplación. Se trata de dos puertas por fin incompatibles.
Todo enfermo; más aún el grave, es
un encuentro con la reflexión, con la calma, con el sentido, con una molesta y
humanizadora ruptura de planes que tonifica nuestras venas con la sangre del
nuevo Adán. Silencio, hay un enfermo…Calma, cuidado, mimo, cariño, viejas
palabras para un mundo viejo; nuevas palabras para un mundo nuevo: para un imposible
que el dolor hace realidad.
El enfermo, especialmente el vegetativo –que no es el clínicamente muerto
y artificialmente activado-, representa la vida humana hecha un nudo. Ante esa
provocación, choca contra un muro la estupidez y se decanta cada alma -
brevemente quisiera recordar que somos los únicos seres capaces de dudar de que
tenemos alma sin darnos cuenta de que para dudar así es preciso tenerla-. Sí,
el dolor hace ver la calidad perdida de nuestra moneda porque no hay cara sin
cruz, al menos cara de valía. El enfermo vegetativo es una suerte de santuario
ante el que solo cabe la contemplación o la desesperación: la humildad o la
rebelión. El enfermo es la garantía palpable de que no manejamos todos los
resortes de nuestra propia vida; y esta incertidumbre crispa a los espíritus insanos y sana a los
sensatos. El enfermo está lleno de verdad y de vida y algunos de nosotros
cosechamos parte de mentira y de muerte: por eso en ocasiones le queremos
olvidar. Su enfermedad nos cura
vivificándonos con la verdad de que nuestra “madura dignidad”, basada en la
total autonomía, es una actitud más peligrosa que la de un niño pequeño que
cruzara una calle infestada de coches persiguiendo su globito azul.
La sociedad del enfermo, del
pobre, del abatido, es la sociedad de la vida; de la riqueza en humanidad, de
la alegría. Jamás han resultado atractivos unos cimientos pero, parafraseando a
Chesterton, sobre ellos se asienta la risa de los niños y el vino de los
hombres.
Respuestas provocadoras
Me lo
explicó mi padre: Veamos dos bolitas; una de cera y otra de arcilla. Si
acercamos un fuego la cera se rinde al calor; pero la arcilla se reseca y se
comprime mucho más. Gracias al profesor Carlos Cardona entendí porque el
infierno es una misericordia de Dios: Un condenado –San Juan Pablo II rezaba
para que no hubiera ninguno- no podría resistir el Cielo. En el infierno está
fatal; pero la pureza de la luz de Dios le provocaría más pavor que a un
asesino la resurrección de su víctima.
La Voluntad
de Dios es vehementemente salvífica. Si Dios fuera contra nosotros sería como
ir contra sí mismo. El hombre es una vocación divina: cuando mira al cielo es
cuando se encuentra. No somos imagen y semejanza de nosotros mismos. Para
hacernos caer en la cuenta hubo un hombre que se dejo desfigurar y quiso
hermanar su sangre con la de todos los inocentes maltratados. Un hombre que es
Dios y al que solo se le entiende desde su seguimiento: Una andadura
sorprendentemente liberadora y sanadora.
“Aquí
pájaro verde a pájaro rojo”. La frase de aquella mujer, al final de su vida,
era la respuesta de la sabiduría; una paradoja de Dios.
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