Al hacer el Camino de Santiago y
ver los prados y montañas gallegas, con lluvia llorona o luz esplendorosa, se
desentumece nuestra mente audiovisual y telecomunicativa y nos abrimos a la
armonía de la naturaleza. Más allá del atlético paseo, está la grata y amistosa
compañía de nuestros compañeros de fatigas. Aún queda algo más profundo: el
silencio. En él, la reflexión y la biografía personal caminan juntas en
búsqueda de un sentido propio más pleno.
Una creación muy humana
Rumbo a Santiago, si hay esfuerzo
y gratitud pueden surgir en nuestro espíritu estrellas de luz, incluso algún
potente lucero que disipe tinieblas y oscuridades de la existencia. Se regresa
mentalmente a la infancia y a los gratos recuerdos de familia. Como un detergente
extraordinario, esas luces de paz ilusionan vigorosamente el propio camino
interior. Algunos proyectos y ambiciones personales aparecen entonces como
castillos de naipes para adolescentes, cuya identidad es voluble e
insustancial. Surge portentosa la vida sencilla y normal, con sus realísimos y
retadores compromisos como aguantar al vecino, poner buena cara ante una
jaqueca, no responder a un desaire que nos ha dolido, o celebrar muy gozosos el
cumpleaños de un hijo.
Dentro de la creación, el hombre redescubre que la mujer es el rostro acogedor y entrañable del mundo. La sonrisa femenina hace de este mundo un hogar, cuya existencia es un rotundo sí a la vida; muy especialmente a la humana. Grande es la responsabilidad de la mujer para que el hombre no se deshumanice y termine por ser un manojo de pensamientos y sentimientos convulsos y contradictorios. Supongo –una mujer lo explicaría mejor- que el hombre es la seguridad, el amparo y la satisfacción de su mujer, que así se sabe valorada y querida. Pienso que esto es tan válido para una agricultora como para una directiva de alguna empresa multinacional. Pero para que se realice esta complementariedad comprometida, hace falta que el espíritu y el corazón corran un largo camino de esfuerzos, tropiezos, desánimos y superaciones. La meta de la capacidad de amar, como el verdadero camino de Santiago, está en la fidelidad a un sendero que no hemos trazado a nuestro gusto y que nos lleva más allá de nosotros mismos.
Afectividad entrenada
Un fructífero Camino de Santiago
supone un entrenamiento que va más allá del tono muscular. Hace falta que el
corazón se ejercite; no solo el físico sino también el afectivo. En este
deporte interior hay que solucionar algunos obstáculos que anidan en la
libertad, la mente y los sentimientos.
Con la libertad el hombre se
distancia de la materia, reflexiona sobre ella y puede modificarla. La persona
se entiende a sí misma como una biografía: trasciende, en parte, el espacio y
el tiempo, recuerda el pasado y se proyecta e el futuro. Si la mente humana no
fuera más que el órgano del cerebro no podría captar leyes de la naturaleza
inmateriales y permanentes, ni sería capaz de tener experiencia moral.
La libertad espiritual, con los
límites propios de nuestra condición, es una evidencia para todo hombre. Negar
la libertad supone emplearla: es una negación libre. Ningún ser material es
capaz de negar su condición espiritual. Paradójicamente algunas personas sí lo
hacen. No se dan cuenta de que se juzgan a sí mismos porque tienen un espíritu
libre y racional.
El ser humano no es solo
libertad, necesita –todos lo experimentamos- saberse valorado, querido,
acogido. Nadie quiere que le instrumentalicen o le traten como si fuera una
cosa. Pero algunas veces nos falta coherencia: lo mismo que en ocasiones se
pretende sofocar el espíritu reduciéndolo a materia, también se experimenta el
deseo sofocante de satisfacer los sentimientos sin que se abran a la
generosidad. Cuando la afectividad se repliega sobre sí misma, el corazón
humano se enrarece; se hace autorreferencial y se lesiona. Si pensamos que solo
somos materia, que nuestra libertad es un fin para sí misma –en vez de un medio
para optar los bienes de la realidad- y que el afecto es un apetito que hay que
satisfacer a toda costa, las consecuencias sobre la sexualidad no se hacen
esperar. Se entiende el sexo como una fuente de satisfacción desgajada de las
exigencias que trae consigo. Se fomenta así una personalidad egoísta e
inmadura, que no alcanza la felicidad por mucho que la busque.
Un corazón bombea para todo el
organismo; si latiera solo para sí mismo pierde su sentido y vitalidad. Sin
embargo, el corazón humano –núcleo de los afectos- es el propio de un ser espiritual y corporal,
capaz de buscar el bien de los demás y de quererles por sí mismos. Entonces es
cuando la afectividad y la sexualidad encuentran su identidad más verdadera. Se
entiende, como decía Chesterton, que la sexualidad es como la cerradura por la
que se llega a la familia. De este modo, los sentimientos se engalanan de
virtud y dignidad. El sexo es así una manifestación de un ser que respeta y ama
la verdad de la realidad. Se vive la sexualidad, y sus específicas dimensiones
conyugales, en el exclusivo seno del compromiso matrimonial abierto a la vida
de los hijos. Estas exigencias se convierten en fuente de plenitud y de
alegría. A este proceso no se llega de inmediato: la mente y el corazón
necesitan recorrer un camino, a veces difícil, pero en el que se encuentra la
ayuda a los demás y la propia realización.
Hemos visto que existen
obstáculos en el espíritu humano: la mente que pretende reducirse a materia, la
libertad que se descamina de su fin que está en el bien de lo real, y el
corazón que se encierra en sí mismo. El cristianismo explica estas paradojas
por la existencia del pecado original –una culpa provocada por la dañina y
falsa autonomía en la elección de un sendero equivocado- y por los errores
personales. El camino de renovación hay que emprenderlo mirando a la realidad
exterior: especialmente la de las personas que nos rodean. Quizás por todo
esto, la ruta hacia Santiago es una expresión física de un camino interior que
todos estamos llamados a hacer.
Camino y juventud
Si un adulto hace el Camino de
Santiago con un nutrido grupo de jóvenes hay dos posibilidades: rejuvenecerse o
morir en el intento. Siempre vence la primera, con no poco esfuerzo. Risas,
enfados, incomodidades, comprensión y correcciones jalonan el sendero, como las
subidas y bajadas de las etapas camperas. La educación es cansancio, esfuerzo y
alegría. Pero si se buscan los resortes para no caer en la amargura y el
desengaño, mana la satisfacción y surge un reguero de luz cuya luminaria tiene
dimensiones incalculables.
La última etapa a Santiago puede
iniciarse todavía de noche, para llegar a la misa mañanera del peregrino. Las
linternas alumbran el campo oscuro y en el firmamento negro resplandecen las
estrellas, como un jeroglífico de esperanza para nuestro mundo. Surge la
alborada en el horizonte, que anuncia una mañana nueva y distinta. La ansiedad
del cansancio alarga los últimos kilómetros hasta llegar, ya de día, a las
calles de la ciudad, empedradas de historia y embellecidas por el paso de
millones de vocaciones de mujeres y hombres a lo largo de los siglos.
Tras la Eucaristía, celebrada en múltiples lenguas que pregonan el Evangelio, llega el abrazo a Santiago, apóstol y amigo de caminantes, y la oración ante su sepulcro. Por lo que sabemos, su vida fue sencilla, esforzada y sellada por el martirio. Al mismo tiempo, en compañía de Jesucristo y de María, la existencia de Santiago fue un camino de alegría tan luminosa, que atrajo del cielo un campo de estrellas de Dios para los hombres de todos los tiempos. Sí: nuestra modesta vida, con todas sus limitaciones, tiene una estrella que toca a cada uno descubrir. Es verdad que el camino compostelano ayuda a descubrirla.
Tras la Eucaristía, celebrada en múltiples lenguas que pregonan el Evangelio, llega el abrazo a Santiago, apóstol y amigo de caminantes, y la oración ante su sepulcro. Por lo que sabemos, su vida fue sencilla, esforzada y sellada por el martirio. Al mismo tiempo, en compañía de Jesucristo y de María, la existencia de Santiago fue un camino de alegría tan luminosa, que atrajo del cielo un campo de estrellas de Dios para los hombres de todos los tiempos. Sí: nuestra modesta vida, con todas sus limitaciones, tiene una estrella que toca a cada uno descubrir. Es verdad que el camino compostelano ayuda a descubrirla.
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