Un buen amigo, profesor y
directivo docente, me dijo que quería cambiar el mundo a través de la educación.
Me pareció un noble ideal, quizás poco realista. Los que somos profesores y
pretendemos mostrar entusiasmo por la educación, a veces no hablamos de los gajes
del oficio: sueldos bastante modestos, agotamiento emocional y psicológico al trabajar
diariamente con decenas de niños y adolescentes, poco reconocimiento social...
En definitiva: ser profesor conlleva estar dispuesto, en muchos casos, a ser
una persona cuya vida pasa bastante inadvertida.
Sin embargo, se pueden
pensar las cosas de un modo diferente y más positivo. Todo alumno y alumna es
el que es y el que puede llegar a ser: esto es clave para ayudarles en su
progreso como personas. El avance social es consecuencia, entre otros factores,
de la expansión de las potencialidades humanas. Para esto, la educación ocupa un
papel principal. Creer en la juventud, educarla y capacitarla académica y
profesionalmente es de una importancia extraordinaria. De esta manera, los
propios profesores se transforman en protagonistas del desarrollo de sus
alumnos y de sí mismos.
Pienso que no sirve
cualquier instrucción pedagógica, sino una educación competente, profundamente
humana -que tenga muy en cuenta la prioridad educativa de la familia de cada joven-,
y que se ilusione con el bienestar y futuro de chicos y chicas. Esta educación
promotora de los alumnos, de su libertad y personalidad propias, siempre es un
agente de avance humano. Además, es posible que pueda provocar una auténtica
reacción en cadena para el desarrollo de los países. Por esto, considerándolo
mejor, pienso que mi amigo tiene razón: es posible cambiar el mundo con la
educación.
José Ignacio Moreno Iturralde
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