Siendo pequeño y
adolescente, cuando llegaba a casa siempre había alguien. Mi padre tenía un buen trabajo que le
dejaba tiempo para la familia, y mi madre era ama de casa. Se lo agradezco
inmensamente a ambos. Actualmente esto no es sencillo. La incorporación de la
mujer al mercado laboral es un logro social estupendo que hay que desarrollar. Pero
los horarios de trabajo son frecuentemente extensos y es necesario ser
profesionales competentes. Sin embargo, la competencia más valiosa es la
familiar. Habrá que ingeniárselas para dedicar tiempo diario a las personas que
más queremos. A veces es cuestión de virtud: tener prioridades, ser diligentes
y saber renunciar, en ocasiones, a oportunidades que puedan hacernos perder el
tiempo adecuado para el cónyuge y los hijos.
Junto a Soto del Real, un pueblo madrileño al que mi familia
iba con frecuencia, hay una montaña llamada la Najarra. Es bonita, discreta,
grande, pero no muy elevada. Es la protectora de aquellos parajes que derivan
en bonitos lugares como La Pedriza o el nacimiento del río Manzanares. No suele
uno reparar mucho en esa montaña, pero siempre está ahí surtiendo de agua y
vegetación a su valle. Esa montaña me recuerda a la figura del padre: el que
sabe “estar ahí”, donde le necesitan. Se trata de un hombre que ha decidido
pensar en los suyos más que en sí mismo… se dice pronto. Los hijos no quieren
“superpadres” inasequibles, que compensen sus ausencias con regalos. Lo que quieren es tener a su padre
cerca, gozar de la seguridad de su cariño, de su consejo y de su exigencia. En
la inevitable búsqueda de identidad personal de la adolescencia, el padre puede
verse superado por un ciclón indomable. Habrá que procurar mantener la calma y
saber que el chico o la chica están en un periodo de “aclarado”, dando vueltas
como una lavadora, en expresión del doctor Jesús Poveda. Muchos de sus desacatos
a la autoridad son una inconsciente manera de decir “ponme límites,
edúcame, pero entiéndeme”. No es tarea fácil desde el momento que ni el joven
se entiende a sí mismo. Pero las milenarias generaciones han ido solventando el
problema, mayoritariamente con éxito.
La comprensión de la madre, su saber conocer el mejor tú del
hijo o de la hija, es algo tan necesario como la luz. Su sonrisa es lo primero
que vio su bebé en este mundo, tras el esforzado nacimiento. La madre es la que
de modo primordial nos da a entender nuestra identidad más profunda: ser hijos.
La valoración y protección de la figura de la madre pone en juego nuestra humanidad. Ningún hombre es un fracasado si tiene una madre que le
quiere. Ella es el arranque de la vida y el futuro personal de su hijo. Su
saber componer, animar, nutrir, vestir, trabajar y sonreír es el suelo donde
los hijos ponen en juego su vida. Es posible que haya personas a la que estas
frases les parezcan antiguas. Personalmente pienso que son presentes y futuras,
pues solo un mundo en el que se venere y realce la figura de la madre es un
mundo verdaderamente humano.
Una madre buena es, además, la mayor fuente de enseñanza para desenvolverse en la vida, dando frutos desde unas raíces sólidas y llenas de vida.
José Ignacio Moreno Iturralde
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