Pensar la realidad que vivimos se hace necesario para
ser humanamente libres. Considerar qué nos ha ocurrido hoy, qué hemos hecho y
por qué, es motivo para vivir de un modo más humano, más biográfico. Dentro de
esas valoraciones de la experiencia la más importante es la moral. Lo más
genuinamente humano de la vida es la experiencia moral: ¿Me han tratado bien?
¿Me he portado mal con esa persona?... Es imposible callar estas preguntas de
la propia conciencia. Silenciarlas es tanto como renunciar a ser persona.
Meditar
sobre la propia vida y la de los demás no es un fin en sí mismo; que más bien
radica en recibir y comunicar amor para poder ser feliz. No se trata, por
tanto, de enfrascarse en excesivos análisis que, al cabo, terminan paralizando
la conducta. Pero no parece que el peligro venga hoy por este lado. La ausencia
de interioridad, como explicó Juan Pablo II en Madrid el año 2003, es un drama
de nuestro tiempo[1].
Es preciso ordenar la cabeza y el corazón con un
empeño decidido de la voluntad. Hay que tener una jerarquía de valores,
establecerse un horario de actividades, buscar con constancia unas metas. Todo
esto con la flexibilidad propia de la persona, con sentido común, que se da
cuenta de que no maneja muchos de los hilos de su vida pues la realidad es
inmensa y cambiante. Hace falta pararse y preguntarse sin miedo, con cierta
frecuencia, por qué y para qué hago esta cosa y esta otra. También nos será de
mucha utilidad la experiencia y el consejo de personas que merezcan nuestra
confianza.
La oración añade una tercera dimensión a la sola
meditación. La oración actualiza las virtudes teologales impulsándonos a pedir
ayuda y respuestas, buscando a Dios en el centro de nuestra alma, a partir de
lo que hemos vivido, en orden a lo que nos disponemos a vivir. La oración,
cuyos tiempos hay que saber encontrar, es la actividad mas productiva del
cristiano. En ella se busca lo verdaderamente importante de la existencia
expresado en los famosos versos: “Al final de la jornada aquél que se salva
sabe y el que no, no sabe nada”; o también en la afirmación de San Juan de la
Cruz: “A la caída de la tarde te juzgarán en el amor”. Lo único que tiene valor
de eternidad en este mundo es lo que hagamos por amor a Dios, y a los demás por
Dios. Sorprende ver qué escaso se anda en ocasiones de este precioso capital.
Siempre consuela saber que el arrepentimiento puede cambiar el pasado porque la
contrición es amor y el amor verdadero tiene jurisdicción sobre el tiempo, ya
que Dios es Amor.
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