La felicidad es más un don que una consecuencia del
esfuerzo, aunque también interviene en ella. La felicidad es un sentimiento de
plenitud y dotación de significado propio que abarca múltiples aspectos. Se
diferencia del placer en que éste es un estado sensitivo pasajero y muy
dependiente de las sensaciones corporales, mientras que la felicidad es más un
estado del alma. Todos buscamos ser felices y, sin embargo, sabemos por
experiencia que la felicidad es misteriosa y parece que nunca se acaba de
alcanzarla del todo.
Por
lo que hemos dicho en capítulos anteriores la felicidad humana más
satisfactoria radica en saberse valorado y querido por personas a las que
amamos. Influyen muchos otros factores, desde los físiológicos hasta los logros
académicos o profesionales. Esta temática supone el ejercicio de las virtudes
que son el medio indispensable para ser verdaderamente felices. La felicidad no
puede buscarse en directo; porque es la posible consecuencia de hacer el bien.
En cierto modo hay que olvidarse de ser feliz para llegar a serlo.
El
escritor Gustave Thibon ha afirmado que el cierto descontento que nos dejan los
bienes limitados de este mundo es el envés de la sed que nos agita por un Bien
absoluto. La fragilidad de la felicidad humana es muy grande si se apoya en
factores meramente pasajeros.
Anclar
la vida en Cristo, saberse redimidos por Él, es una fuente de sentido y de
felicidad inmensa, a la que se accede en la medida de la propia generosidad.
Este enfoque sobrenatural de la felicidad no desprecia los bienes transitorios;
todo lo contrario: los ordenan descubriendo su verdadera identidad.
La
capacidad de amar y ser amados, el aspecto más nuclear de la felicidad, tantas
veces alterada en nuestra vida, se agranda y purifica ante el ejemplo luminoso
del Hijo de Dios. La vida cristiana no es fácil; pero tampoco es especialmente
difícil. La Cruz del cristiano supone ante todo vivir de cara a Dios y a los
demás. Esto implica esfuerzo abundante pero es fuente de un gozo profundo.
El
progresivo descubrimiento del rostro del Señor, cuyo retrato moral son las
Bienaventuranzas, es un origen de transformación interior, de identificación
con Cristo, que nos acerca al corazón de los demás hombres. La vida cristiana
no suplanta la felicidad humana sino que eleva todo lo noble de nuestra
naturaleza y plantea una lucha sin cuartel a todo aquello que la envilece: el
egoísmo, el error moral, el pecado.
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