Un ser humano, a diferencia de un animal, es capaz de
separarse de su conducta y de rectificar. Un hombre es lo que es y lo que puede
llegar a ser; por esto puede ser perdonado y perdonar. Alguien ha afirmado que
si se trata a una persona como lo que es, será lo que es; pero que si se la
trata como lo que puede y debe ser, llegará a comportarse de esta manera. En la
película “Los miserables” un mendigo es acogido por una familia. Durante
la cena, el hospedado comenta al dueño de la casa si no tiene miedo de que le
robe. El anfitrión cambia de conversación instando a su invitado a cambiar el
tipo de conductas que lleva hasta la fecha. Durante la noche, tras escuchar
unos ruidos, el propietario descubre a su huésped robándole y éste responde
golpeándole y huyendo. A la mañana siguiente la policía trae al ladrón con el
botín a la casa ultrajada. El propietario de aquellas cosas afirma que son un
regalo con el que ha ayudado al presunto bandido. La policía se va y el
desagradecido personaje, lleno de admiración, pregunta a su víctima por qué ha
actuado así. La respuesta es la siguiente: “Este es el precio que pago para
devolverle a Dios a usted; y recuerde que durante la cena había prometido
cambiar de vida”. Así ocurrió después.
Comportarse
con la generosidad de aquél anfitrión no está al alcance de todos los ánimos,
pero si es un botón de muestra para hacernos ver las posibilidades que tiene el
corazón humano de sacar de la miseria moral a sus semejantes. Una
característica profundamente humana e inteligente es la capacidad de
comprensión, de ponerse en el lugar de la realidad, especialmente de los demás.
No estamos defendiendo que la misericordia anule a la justicia, pues una y otra
se necesitan mutuamente, sino que el perdón es una actitud que puede remover
muy eficazmente los deseos de mejora personal.
La
radical novedad que trae consigo el cristianismo al pedir el perdón a los
enemigos no supone, insistimos, una dejación de deberes. Si hay que denunciar a
alguien la virtud de la justicia puede exigir hacerlo. Pero de lo que se trata
es de no criar odio, mala sangre, rencor, deseos de venganza. El odio es, por
contraste al amor, lo que más desfigura al espíritu humano.
La
vida de Cristo supone una insólita muestra de perdón, más allá de cualquier
cálculo humano. El ejemplo del Redentor nos exige la obligación recia de
perdonar en el fondo del corazón. Se trata de algo que, cuando la ofensa es
grave, no se puede lograr sin la ayuda divina que hay que implorar. Una persona
capaz de perdonar a sus enemigos no se comporta de un modo inhumano, sino todo
lo contrario. La gracia divina, secundada por la voluntad, hace a tal persona
rica en humanidad.
Lope
de Vega escribió: “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?/ ¿Qué interés se te
sigue, Jesús mío,/ que a mi puerta, cubierto de rocío,/ pasas las noches del
invierno oscuras?/ ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras, pues no te abrí! ¡Qué
extraño desvarío/ si de mi ingratitud el hielo frío/ secó las llagas de tus
plantas puras!/¡Cuántas veces el ángel me decía:/ Alma, asómate ahora a la
ventana/ verás con cuánto amor llamar porfía!/ Y cuántas hermosura soberana:/
Mañana le abriremos –respondía-,/ para lo mismo responder mañana!”. Este poema
pone de manifiesto la admiración humana ante el amor demostrado por Dios a sus
criaturas. El sacramento de la confesión, donde se encarna el perdón de Dios,
es una maravillosa muestra de la entraña misericordiosa del Corazón de Dios.
Ante ese perdón divino, a la medida de su Amor y de nuestra flaqueza, se hace
patente la obligación de comprender y perdonar a los demás. Todo esto redundará
en la mejora de la convivencia familiar y social.
El Papa Francisco nos ha enseñado algo muy animante: "La alegría de Dios está es perdonar" (Ángelus, 15. IX. 2013).
El Papa Francisco nos ha enseñado algo muy animante: "La alegría de Dios está es perdonar" (Ángelus, 15. IX. 2013).
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