Los que hemos tenido la inmensa suerte de tener un
padre y una madre incondicionales sabemos hasta que punto el hogar de origen
establece una columna central en nuestra personalidad. La familia como núcleo
de amor y de vida, tan siniestramente atacada hoy en día por diversas fuerzas
convergentes, supone un lugar nuclear en nuestro espíritu. Pero es cierto y
triste que la familia de origen pueda quebrarse o incluso ni siquiera existir
en algunos casos. En estas circunstancias se somete a los afectados a una prueba severa.
Nuestros
padres y hermanos, cónyuge e hijos,
establecen relaciones primordiales con nosotros. También nos interpelan, en
diversos grados, las relaciones con
otros familiares, amigos, compañeros y ciudadanos. Nuestra propia
identidad depende de la calidad de nuestro convivir con los demás. De todos
estos ámbitos de convivencia la familia es el más indispensable. El hombre es
un ser esencialmente familiar y no puede realizarse como persona sin tener
algún tipo de vinculaciones familiares. Todo lo que llevamos a cabo con nuestro
trabajo e iniciativa, las cosas que nos hacen gozar o padecer, tendemos a
comunicarlas en un terreno familiar, la patria más indispensable para toda
persona. El hombre, quiéralo o no, gira en torno al campo gravitatorio de la
familia. De algún modo, por utilizar una imagen
de Chesterton, la vida del hombre es como una vuelta al mundo, en la que
sale del hogar y retorna a él.
La
Iglesia, la Casa de Dios, es también casa del hombre. El Pórtico de esta Casa
es el Bautismo; el sacramento que nos hace hijos del Padre. La Casa del que no
tuvo un techo para nacer se convierte en la casa de toda persona que acepte
entrar en Ella. El hogar humano se fortalece en el hogar de Dios, llegándose a
identificar. La familia cristiana es una dimensión de la misma Iglesia,
jerárquica y fraterna. El Cuerpo de Cristo, el Pan de los hijos, constituye un
Hogar. El propio espíritu de la persona se transforma en Iglesia al participar
de la comunión de los santos. En la Iglesia el alma cristiana encuentra su
definitivo hogar, en este mundo y en la eternidad. Clemente de Alejandría
escribió: “Si la voluntad de Dios es un acto que se llama mundo, su intención
es la salvación de los hombres y se llama Iglesia”[1].
No comments:
Post a Comment