Cuando hablamos de la
dignidad humana, tratamos de algo tan profundo que no sabemos muy bien todo lo
que queremos decir. Cada ser humano es libre, único e irrepetible. A lo largo
de su vida, cada persona establece relaciones con sus semejantes. Es capaz de
ponerse en el lugar de ellos. Cada uno vive su propia vida en la que forman un
factor clave los demás, especialmente sus familiares y amigos.
Si una persona aprende a
querer, a pesar de los desengaños ajenos y de los propios errores, su horizonte
de felicidad se engrandece. La capacidad de vivir con los demás, también
respecto a recuerdos pasados y a futuros proyectos, constata que tenemos una
vida material y espiritual. Sentirse protagonista del mundo, en conexión con
todas las personas que han existido y existirán, parece pretencioso, pero es a
lo que estamos llamados. Este horizonte de grandeza se fragua en las cosas
reales, menudas y cotidianas de nuestras vidas. Esta universalidad hace de lo
sencillo algo grandioso. La existencia de un ser espiritual absoluto y personal
es la que hace posible la nuestra. La
vocación de nuestra dignidad es optar libremente por ayudar a los demás. Esta
determinación del espíritu, trabajada a diario, se mantiene y es posible porque
nuestra vida va quedando “guardada” en Dios. Esto es lo que hace que cada día,
con sus alegrías y dolores, sea apasionante.
José Ignacio Moreno Iturralde
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