Es lógico querer ser coherentes y saber
cuáles son nuestros límites. Pero otra cosa distinta es encerrarse en unos
límites artificiales, por una pretendida autocoherencia. El conocimiento no se
reduce a lo evidente, a lo que veo inmediatamente. Si no creo en China porque
nunca he estado allí, o sospecho que la segunda guerra mundial no existió,
porque no estuve allí para verificarlo, empiezo a tener un serio problema: de
conocimiento y de personalidad. Desde luego no se trata de creerse todo, pero
ceñir el conocimiento solo a lo visible y experimentable supone una coherencia
ridícula y dañina.
Antes dijimos que lo primero que conocemos
de algo es que es. “El hombre es de algún modo todas las cosas”, decía
Aristóteles; porque somos capaces de conocer cada vez más aspectos de la
existencia. Las personas tenemos un ser que conoce los seres de las demás
realidades. Ahora bien, ni las cosas ni las personas se han dado el ser a sí
mismas. Por esto, es razonable considerar que existe un ser que conoce y que
tiene la capacidad de crear tanto a las cosas como a las personas. El
conocimiento de este ser supremo no es evidente, pero la razón está abierta a
concebir su existencia. Por otra parte, la evolución del universo es
perfectamente compatible con una creación evolutiva. Creación y evolución están
en planos diferentes y complementarios; algo así como poner una alfombra y
desenrrollarla. Lo absurdo es admitir la falta de causa de la existencia del
cosmos.
La razón humana, al abrirse a un ser
originario con la capacidad de crear, entiende de un modo más humano. Concibe
la propia vida como la de un personaje que está dentro de una historia, de una
novela real. Es entonces cuando la razón humana, así como la voluntad y el
corazón, encuentran un terreno libre donde vivir una vida profundamente
personal, abierta a toda la realidad.
José Ignacio Moreno Iturralde
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