En la vida hay cosas que
controlamos, y otras muchas que no. Respecto al azar me parece que es como la
sal, un buen condimento considerado en dosis moderadas. Sin embargo, tomado a
granel arruina el sabor y la sabiduría de la vida.
La libertad es un don y
un misterio, tan profundo que incluso algunos la niegan; por supuesto lo hacen
libremente. Con la libertad tenemos la alegría y la responsabilidad de ir
construyendo nuestra vida. Cuando elegimos no perdemos la libertad, sino que la
invertimos. Con la libertad podemos alcanzar el bien y también adquirir un amor
comprometido, con alguien a quien queremos.
Entre las relaciones de
cordialidad, el amor conyugal tiene unas características nuclearmente propias,
que son el origen de las relaciones familiares. La familia, este árbol
milenario y social que nos hermana con toda la humanidad, tiene bastante de
libertad y de providencia. ¿Cómo puedo saber si ésta en la que pienso es la
mujer de mi vida -hablo como hombre que soy-?... Tiene que haber un componente
de atracción y de sintonía y otro de realismo: además de quererla, tiene que
ser la mujer con la que me he encontrado en la vida de un modo notorio, y
probablemente no buscado.
El matrimonio, entendido
de un modo cristiano, echa raíces que no se nutren exclusivamente de los
sentimientos, sino del suelo de la realidad. Por esto, se trata de un
matrimonio que tiene grandes probabilidades de tener mucho fruto. Cuando se
acepta que lo que Dios ha unido no lo debe separar el hombre, no se anula la
libertad sino que se quiere una libertad confortada, animada y fortalecida en
sus decisiones. También entonces se entiende que lo que Dios ha separado, el
hombre no lo ha de unir, por su propio bien. Y este tipo de reflexión también
vale para los que tienen compromisos de entrega que no son el matrimonio.
Una providencia sin
libertad sería inhumana; tanto como una libertad sin providencia. La
providencia es la realidad misteriosa por la que la libertad, pase lo que pase,
halla la clave para querer la aventura de la vida; y muy especialmente la vida
familiar.
Para cambiar el mundo,
tengo que quererlo. Para querer a una esposa, tengo que dejarme cambiar por
ella. Para amar a Dios tengo que considerar que es alguien distinto a mí y que
tiene unos planes que, sin quitarme la libertad, pueden ser distintos a los que
yo había pensado. Lo más divino de todo esto enlaza con lo más vocacionalmente
humano: la fidelidad, el nombre del amor en el tiempo como decía Benedicto XVI.
Cada una y cada uno tiene una respuesta propia y personal para esta relación
entre libertad y providencia. Se trata de una respuesta que para ser
satisfactoria ha de ser generosa, y de la que depende no solo la felicidad
propia sino la de muchas otras personas.
José Ignacio Moreno Iturralde
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