Érase una vez un hombre
normal, que toma cerveza y grita de júbilo cuando su equipo de fútbol mete un
gol. Tal vez no hizo un grado universitario; sino una buena formación profesional.
Cristiano, joven, en algunas temporadas no muy practicante de su fe. Eso sí:
hablamos de una persona con corazón grande, sentido común y sentido del humor.
Es un muchacho con referencias en la vida.
Resulta que un día conoce
a una chica… ¿La mujer de su vida? … Pues va a ser que sí. Se trata de una persona
encantadora, atractiva, que tiene la entereza de quien se apoya en una sabia
sencillez; esa virtud maravillosa y extraordinariamente práctica, que
aterroriza a mucha gente. Y se enamoran, como en los cuentos de hadas. Quedan,
se ríen, otras veces se aburren, y alguna vez se enfadan; se quieren. Ninguno
de los dos está dispuesto a avergonzarse de su amor, así que aprenden a
respetarse. Entonces, la confianza mutua y la confianza en Dios se potencian
una a otra. La fe engalana el verdadero amor humano, el que nos hace ser mejor
personas; y este amor ayuda a renovar el tú a Tú con Dios. Un amor divino, para
el que el amor conyugal no es el único camino.
Tras una ilusionada
formación cristiana llega el día del matrimonio, del sacramento. Y aquél hombre
y aquella mujer se preparan en alma y cuerpo, y visten como reyes para la ocasión.
Porque, en el fondo, esto es lo que son. Canciones armoniosas, belleza de la
liturgia -la acción sacerdotal de Cristo hoy y ahora en su Iglesia-, compañía
de los seres queridos, y la entrada a la aventura de la fidelidad: “Sí, quiero”.
Hasta siempre, para toda la vida, porque con ellos está la Vida. En este
momento, sus historias personales adquieren un encanto de leyenda real, la que
renueva el mundo, la que anuda el amor humano al divino.
Sonarán campanadas de inmensa
alegría cuando lleguen los hijos. También vendrán tormentas, ventarrones y desencantos.
Pero ellos saben bien de quien se han fiado: del Vencedor de la muerte, del
Príncipe de la Paz, del Resucitado. Es por esto que su vida se hace nueva cada
día, porque Dios -novedad eterna- les ha unido. Toda la precariedad de la
existencia, su crudo realismo, su bosque de limitaciones y dolores, se
convierte en un paisaje de belleza, porque puede ser iluminado y elevado por la
dignidad de los hijos de Dios. Entonces, los recién casados se dan cuenta de
que no solo son príncipes por un día; sino que, en las cosas normales de la
vida, en los momentos agradables y desagradables, han de seguir viviendo la
leyenda de lo que ahora son por el sacramento: hermanos del Gran Rey.
José Ignacio Moreno Iturralde
No comments:
Post a Comment