Un niño tiene una mirada
alegre. Estrena la vida con un realismo innato e ilusionado. Le encanta jugar y
es, posiblemente, un inconsciente egoísta redomado. Depende, como del aire y
del agua, del cuidado de sus padres, en los que encuentra el alimento, el descanso
y el cariño.
Todo este torrente de luz
infantil, interrumpido por chubascos de lloros y truenos de rabietas, nace del
amor comprometido entre un hombre y una mujer. Alguien puede decir que hay
otras opciones; pero si de lo que estamos hablando es de un hogar, escribimos
sobre las raíces personales de un chico o una chica, y estas raíces germinan naturalmente en
la combinación humana de la maternidad y la paternidad.
Un hogar es parte de uno
mismo, una relación humana primordial, una referencia radical para la propia
vida. Se trata del lugar en que se quiere a los demás con generosidad libre y
necesaria. Por esto, cuando el amor se entiende como un sentimiento fuera de compromisos,
se termina por entender la vida como una sucesión temporal donde no hay hogar,
ni encanto, ni siquiera humanidad.
En una comida con
familias de un colegio, un tipo simpático, cercano y normal -ese privilegio
divino-, entabló conversación conmigo. Poco a poco, me dio a conocer que su
mujer y él habían adoptado a tres hijos; uno de ellos, un etíope fuerte y
simpático, actual alumno mío. Por la tarde, vi un video en que este matrimonio
contaba su historia más detenidamente. Tras conocer que no podían tener hijos, decidieron
adoptar a niños de diversas nacionalidades. Lo que más me llamó la atención fue
la relación que establecían entre la filiación adoptiva de sus hijos y la
filiación divina de los seres humanos respecto a Dios. Esto se lo habían
explicado con sencillez y profundidad a sus hijos, que lo habían asimilado
humana y divinamente bien. Todo este maridaje entre lo humano y lo cristiano,
me hizo ver de lo que es capaz un amor que quiere construir un hogar: algo así
como convertir una depresión reseca en una montaña repleta de vegetación y
colorido.
Ese hogar, dulce como una
tarta para los hijos, se forja con múltiples sinsabores de los padres. Pero
cuando se entiende la vida como una misión, que no empieza y termina en uno
mismo, se dan todas las posibilidades para aprender a querer, tanto en los
momentos gratos como en los que resultan más difíciles; porque todos forman
parte de un mismo camino.
José Ignacio Moreno Iturralde
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