Thursday, June 22, 2023

El hogar como núcleo de la persona.


Un niño tiene una mirada alegre. Estrena la vida con un realismo innato e ilusionado. Le encanta jugar y es, posiblemente, un inconsciente egoísta redomado. Depende, como del aire y del agua, del cuidado de sus padres, en los que encuentra el alimento, el descanso y el cariño.

Todo este torrente de luz infantil, interrumpido por chubascos de lloros y truenos de rabietas, nace del amor comprometido entre un hombre y una mujer. Alguien puede decir que hay otras opciones; pero si de lo que estamos hablando es de un hogar, escribimos sobre las raíces personales de un chico o una chica, y estas raíces germinan naturalmente en la combinación humana de la maternidad y la paternidad.

Un hogar es parte de uno mismo, una relación humana primordial, una referencia radical para la propia vida. Se trata del lugar en que se quiere a los demás con generosidad libre y necesaria. Por esto, cuando el amor se entiende como un sentimiento fuera de compromisos, se termina por entender la vida como una sucesión temporal donde no hay hogar, ni encanto, ni siquiera humanidad.

En una comida con familias de un colegio, un tipo simpático, cercano y normal -ese privilegio divino-, entabló conversación conmigo. Poco a poco, me dio a conocer que su mujer y él habían adoptado a tres hijos; uno de ellos, un etíope fuerte y simpático, actual alumno mío. Por la tarde, vi un video en que este matrimonio contaba su historia más detenidamente. Tras conocer que no podían tener hijos, decidieron adoptar a niños de diversas nacionalidades. Lo que más me llamó la atención fue la relación que establecían entre la filiación adoptiva de sus hijos y la filiación divina de los seres humanos respecto a Dios. Esto se lo habían explicado con sencillez y profundidad a sus hijos, que lo habían asimilado humana y divinamente bien. Todo este maridaje entre lo humano y lo cristiano, me hizo ver de lo que es capaz un amor que quiere construir un hogar: algo así como convertir una depresión reseca en una montaña repleta de vegetación y colorido.

Ese hogar, dulce como una tarta para los hijos, se forja con múltiples sinsabores de los padres. Pero cuando se entiende la vida como una misión, que no empieza y termina en uno mismo, se dan todas las posibilidades para aprender a querer, tanto en los momentos gratos como en los que resultan más difíciles; porque todos forman parte de un mismo camino.


José Ignacio Moreno Iturralde

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