Un buen paseo por el
campo es algo fantástico. Los árboles, el recorte de las montañas, el cielo, y algún
simpático animal esquivo, nos dan descanso y serenidad. Todo este entorno
natural y su equilibrio, está poblado de leyes biológicas y ecológicas.
Desfigurarlas de un modo agresivo, supondría un suceso lamentable y peligroso.
La naturaleza no es
perfecta, puede tener episodios de espantosa furia como un terremoto o un tsunami.
Por esto las personas, a lo largo de la historia, hemos ido humanizando nuestro
entorno, haciéndolo más habitable. La clave de este progreso está en mejorar la
naturaleza, respetándola y no arrasándola como sucede algunas veces.
Entre las leyes naturales
destacan las que se refieren a nosotros mismos. Tenemos un corazón y dos
pulmones y queremos ser felices, porque albergamos un modo de ser previo a
nuestras decisiones, sin el que no podríamos emprender la aventura de vivir.
Sin embargo, actualmente en España se están multiplicando leyes que intentan
autodefinir radicalmente la identidad humana. La tremenda realidad del aborto
masivo e industrial se ha banalizado, arrancando toda dignidad objetiva de la
vida del nonato. Las rupturas matrimoniales asolan las vidas de muchísimos
jóvenes, que ya no crecen al calor del amor de sus padres. El matrimonio civil ni
siquiera contempla ya la natural complementariedad de la mujer y el hombre. La
eutanasia olvida el cuidado incondicional que se debe a toda vida humana. Ser
hombre o mujer se ha convertido en una decisión que se otorga con un papeleo
automático. La nueva ley de educación impuesta, que no ha contado con la
opinión de instituciones educativas plurales, presenta rasgos
antropológicamente sectarios y una competencia docente muy dudosa. Lo más
llamativo es que quien exprese su desacuerdo respecto de algunas de estas leyes,
pese a hacerlo con respeto, puede tener problemas laborales y penales.
La realidad es que no se
puede forzar indefinidamente la naturaleza. No aceptarla, especialmente la propia,
es un error humano y social grave. Por supuesto que también hay muchísimas cosas
buenas en nuestra convivencia, que son motivo de esperanza. Por esto hay que
tener el valor de llamar a las cosas por su nombre, al menos hay que alcanzar
la voluntad de un diálogo sincero, para no caer en auténticas dictaduras que pretenden
suprimir hasta la serena opinión de los que disienten de una deriva ideológica,
que ha perdido la sensatez de los campos, el cielo y las montañas.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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