Al comenzar una semana, algunos
reflexionamos sesudamente sobre los problemas del mundo, quizás aderezados con
alguna pajolera molestia en la cabeza o con algún tirón muscular. La presión
del tráfico en hora punta y otras zarandajas cotidianas laborales, nos hacen
pensar sobre la precariedad de nuestra existencia, tan maquinalmente repetitiva
en una sociedad tecnológica, que busca algunos escapes de diversión pero que es
poco divertida.
Sin embargo, muy de vez en
cuando, uno se topa con personas distintas: diríase que están entonadas; van
por la vida con paz, con señorío y sentido común. Tienen un cuajo, un saber
estar, afincado en no se sabe dónde, que les proporciona un discreto
magnetismo. Para colmo, sonríen con cierta facilidad, de modo natural y sobrio.
No se dejan arrebatar fácilmente por las circunstancias y son capaces de
integrar lo agradable y lo desagradable con una respuesta personal positiva,
incluso decorada con buen humor. Se parecen a los árboles, que crecen gracias tanto
al agua limpia de la lluvia como a otros componentes muy poco atractivos.
Son ese tipo de hombres y mujeres
con los que te sientes valorado, estimado, incluso importante. Por supuesto que
tienen temperamentos distintos; pero se nota que han adquirido caracteres propios
trabajados virtuosamente. Su atractivo modo de ser no les sale gratis. Uno
puede imaginar que tales personas originales, realmente interesadas en ayudar a
los demás, han tenido que superar errores y derramar lágrimas. No son
impecables: a veces se desaniman, o se enfadan, o tienen ocurrencias burdas;
pero saben pedir perdón y perdonar cuando es preciso; incluso llegan a reírse algo
de sí mismos en los casos más notables. En definitiva: han aprendido a querer,
porque se saben profundamente queridos. Y sospecho que esto se debe, en gran parte,
a que tienen raíces muy hondas. Han detectado que solo labrando bien el propio
campo interior, y dejándose ayudar, es posible dar buenos frutos. Han hecho
vida lo que dijo un poeta: baja y subirás volando al cielo de tu consuelo,
porque para subir al cielo, se sube siempre bajando.
José Ignacio Moreno Iturralde
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