En nuestro mundo vemos notorios
contrastes, contradicciones e injusticias. En ocasiones, acertamos al
encontrar algún tipo de sentido a situaciones costosas. Tenemos experiencia de
cómo el dolor puede hacer madurar a una persona, o una dificultad bien llevada
por alguien es una enseñanza para sus familiares y amigos. Se
trata de las paradojas; algo que no es superficial sino nuclear en la
existencia humana. En última instancia la vida se enfrenta al desafío de la muerte;
algo que en vez de una oposición puede
ser la más profunda paradoja.
Quisiera detenerme en algunas tragicomedias
de la vida cotidiana: un resbalón en la calle, un exceso de trabajo, o una
visita al dentista aderezada con un buen dolor de cabeza. Podemos citar también
nuestros deseos de cambiar el mundo, al mismo tiempo que no nos decidimos a
ordenar nuestro propio armario. Cómo no hablar del tedio ante aspectos
profesionales rudimentarios y poco conformes a nuestras capacidades, según nuestra
estimación cualificada. Claro que también es posible un proceso inverso; por
ejemplo, una subida de autoestima cuando conseguimos hacer una la o con un
canuto de un modo algo innovador.
Vivimos frecuentemente con una monotonía
gris y mortecina la sólida sencillez de los días normales. Parece como si el
universo, la Vía Láctea, o el planeta tierra y sus menudencias fueran de poco
fuste para nuestra augusta personalidad. Ésta es una gran paradoja: el
agradecimiento ante el espectáculo de un río truchero, la sorpresa ante la
visión de una oropéndola o la admiración ante tanta gente estupenda, se
ensombrece porque, por algún extraño motivo, padecemos de retortijones
espirituales, quebraderos de cabeza autoprovocados o misteriosas
insatisfacciones. No me refiero a situaciones especialmente dolorosas o
apuradas, que requieren de toda la comprensión, atención y ayuda posibles. En
ellas no cabe el sentido del humor; que, sin embargo, es plenamente posible al
ver en perspectiva cien mil zarandajas cotidianas, con las que tontamente nos
amargamos la vida. A su vez, esto manifiesta otra nueva paradoja: cierta guasa
y visión simpática de las cosas podría ser nuestro modo más habitual de vivir,
alterado en momentos ciertamente graves. Sin embargo, parece que la dicha y el
salero están reservados para algunos fugaces instantes, que vuelven a
disolverse ante lo que juzgamos como rigurosa y dura realidad.
Hay una especie de incapacidad originaria
para ser feliz, cuando la felicidad es precisamente lo que más deseamos. Todo
esto quizás se deba a una malformación de perspectiva: la de juzgar solo desde
nosotros mismos una realidad que nos supera con mucho; incluida nuestra propia
identidad. Necesitamos luces más potentes que las propias para redescubrir la
belleza y la alegría de vivir, para reconocer nuestra estrella y entendernos en
una aventura viviente, cargada de sentido milenario y alcance eterno. Cuando
dejamos que nuestra mente y nuestro corazón se abran a una verdad superior a
nuestras especulaciones y afectos, nos encontramos bien con los demás y con
nosotros mismos. Es entonces, cuando se nos revela que tal cuajo de
satisfacción se encuentra en lo pequeño de cada día hecho con cariño, con
convicción, con afán de ayudar. Así descubrimos que nuestra vida está repleta
de cosas menudas, configuradas por el grandioso misterio de la existencia. Un
misterio que llena de luz muchas oscuridades y disipa la niebla gris que nos
impide ver con nitidez lo hermoso que es vivir.
Darse cuenta de todo esto es percatarse,
cada día, de una paradoja interior que nos atenaza, pero que tiene un enorme
valor pues nos remite, si lo aceptamos, a un amor inmenso que desata
eficazmente el nudo de nuestras angustias, haciendo posible la alegría.
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