Thursday, December 08, 2022

La paradoja de la vida cotidiana



 


















En nuestro mundo vemos notorios contrastes, contradicciones e injusticias. En ocasiones, acertamos al encontrar algún tipo de sentido a situaciones costosas. Tenemos experiencia de cómo el dolor puede hacer madurar a una persona, o una dificultad bien llevada por alguien es una   enseñanza para sus familiares y amigos. Se trata de las paradojas; algo que no es superficial sino nuclear en la existencia humana. En última instancia la vida se enfrenta al desafío de la muerte; algo que en vez de una oposición puede ser la más profunda paradoja.

Quisiera detenerme en algunas tragicomedias de la vida cotidiana: un resbalón en la calle, un exceso de trabajo, o una visita al dentista aderezada con un buen dolor de cabeza. Podemos citar también nuestros deseos de cambiar el mundo, al mismo tiempo que no nos decidimos a ordenar nuestro propio armario. Cómo no hablar del tedio ante aspectos profesionales rudimentarios y poco conformes a nuestras capacidades, según nuestra estimación cualificada. Claro que también es posible un proceso inverso; por ejemplo, una subida de autoestima cuando conseguimos hacer una la o con un canuto de un modo algo innovador.

Vivimos frecuentemente con una monotonía gris y mortecina la sólida sencillez de los días normales. Parece como si el universo, la Vía Láctea, o el planeta tierra y sus menudencias fueran de poco fuste para nuestra augusta personalidad. Ésta es una gran paradoja: el agradecimiento ante el espectáculo de un río truchero, la sorpresa ante la visión de una oropéndola o la admiración ante tanta gente estupenda, se ensombrece porque, por algún extraño motivo, padecemos de retortijones espirituales, quebraderos de cabeza autoprovocados o misteriosas insatisfacciones. No me refiero a situaciones especialmente dolorosas o apuradas, que requieren de toda la comprensión, atención y ayuda posibles. En ellas no cabe el sentido del humor; que, sin embargo, es plenamente posible al ver en perspectiva cien mil zarandajas cotidianas, con las que tontamente nos amargamos la vida. A su vez, esto manifiesta otra nueva paradoja: cierta guasa y visión simpática de las cosas podría ser nuestro modo más habitual de vivir, alterado en momentos ciertamente graves. Sin embargo, parece que la dicha y el salero están reservados para algunos fugaces instantes, que vuelven a disolverse ante lo que juzgamos como rigurosa y dura realidad.

Hay una especie de incapacidad originaria para ser feliz, cuando la felicidad es precisamente lo que más deseamos. Todo esto quizás se deba a una malformación de perspectiva: la de juzgar solo desde nosotros mismos una realidad que nos supera con mucho; incluida nuestra propia identidad. Necesitamos luces más potentes que las propias para redescubrir la belleza y la alegría de vivir, para reconocer nuestra estrella y entendernos en una aventura viviente, cargada de sentido milenario y alcance eterno. Cuando dejamos que nuestra mente y nuestro corazón se abran a una verdad superior a nuestras especulaciones y afectos, nos encontramos bien con los demás y con nosotros mismos. Es entonces, cuando se nos revela que tal cuajo de satisfacción se encuentra en lo pequeño de cada día hecho con cariño, con convicción, con afán de ayudar. Así descubrimos que nuestra vida está repleta de cosas menudas, configuradas por el grandioso misterio de la existencia. Un misterio que llena de luz muchas oscuridades y disipa la niebla gris que nos impide ver con nitidez lo hermoso que es vivir.

Darse cuenta de todo esto es percatarse, cada día, de una paradoja interior que nos atenaza, pero que tiene un enorme valor pues nos remite, si lo aceptamos, a un amor inmenso que desata eficazmente el nudo de nuestras angustias, haciendo posible la alegría.



José Ignacio Moreno Iturralde

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