Necesitamos tener satisfacciones
materiales e inmateriales: una buena comida o una oposición ganada. Entre todas
ellas destaca el saberse querido, especialmente por las personas que más nos
importan. En las relaciones humanas se juega gran parte de nuestra felicidad.
La apertura a los demás, el servicio
alegre y la generosidad, son fuente de alegría. Saber apreciar y valorar a las
personas con quienes convivimos es frecuentemente correspondido. Una persona
amable y animante sabe hacer familia y amigos. Sin embargo, los otros pueden
fallar -como también nosotros- y, además, algunos seres queridos se nos van distanciando
con el paso del tiempo. El corazón humano es un pozo sin fondo: está hecho para
compartir la vida con nuestros semejantes, y nunca se satisface del todo por muchos
que conozcamos y apreciemos. Desde luego, también es necesario tener espacios
de cierta soledad en la que nos dejen en paz.
El cristianismo llena este afán de
compañía al darnos a conocer que Dios es un ser personal, al que podemos hablar
como a un amigo. El trato con Él está entrelazado con el trato con los demás:
ayuda a renovar nuestras relaciones familiares, de amistad y de ciudadanía. Es
verdad que el lenguaje divino es diferente y requiere de una peculiar
disposición de fe y de escucha, especialmente humilde. También es bueno valorar
que este trato no es pesado y abrumador, sino lleno de paz. Por este motivo,
aunque pueda sufrir, el cristiano nunca se sabe solo, sino íntimamente
acompañado por quien es el más capaz de hacer feliz nuestra existencia, ya en
este mundo.
José Ignacio Moreno Iturralde
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