El 15 de agosto de
1910 tuvo lugar el naufragio del Martos, un barco español que cubría una
travesía desde Cádiz hasta Málaga y otros puertos andaluces. Las crónicas dicen
que el capitán, que pereció junto con otros, no dejó el barco mientras luchaba
por poner a salvo al resto de los tripulantes. Tan heroica actitud en
cumplimiento de su deber, nos llena de un noble orgullo. Especialmente, como es
mi caso, porque un bisabuelo mío logró salvarse de aquél trágico accidente.
Hay otros “viajes” que
conllevan responsabilidades más discretas, pero también importantes como la de
aquél valiente capitán. Son aquellas en las que nos jugamos la felicidad de
nuestros familiares más queridos. El compromiso familiar es clave porque lo que
somos originariamente es hijos o hijas. Hoy, las travesías de muchos
matrimonios se están viendo zarandeadas por una galerna considerable, y parece
que hay bastantes cónyuges que no quieren permanecer a bordo.
Existen situaciones
realmente difíciles, que pueden hacer imposible la convivencia familiar; pero
otra cosa muy distinta es dejarse llevar por tormentas interiores, alimentadas
por el egoísmo y la inmadurez. Para llegar a buen puerto, hacen falta criterios
objetivos y ajenos a las sensaciones individuales. Si se entiende la felicidad
como un estado autorreferencial medido por un afecto exclusivamente propio,
dejaremos la aventura del matrimonio para ir a parar a lo que nos parecen islas
de bienestar o cantos de sirena. Más pronto que tarde, se descubre que tales
visones y sonidos son más falsos que un timo.
Estar y pasarlo bien
es fantástico, pero no es lo nuclear del ser humano. Con ese criterio no se
gana una guerra, ni siquiera un partido de fútbol. La persona humana es, ante todo, una misión;
y en este propósito hay elementos que elegimos y otros que nos tocan. Eliminar
los segundos, cuando resultan adversos, no siempre es una buena opción. La
fidelidad a los propios compromisos familiares puede ser épica, porque estamos
hechos para lo épico. Podemos estar hartos de algún familiar como incluso de
nosotros mismos; pero no hay que tirarse por la borda, ni tampoco tirar al
familiar. Aunque si alguien se tira y pese a hacer todo lo posible por ayudarle,
nos rechaza tajantemente, hemos de procurar quedarnos tranquilos porque la
verdad da paz interior.
Hay que poner la
brújula hacia el verdadero norte de la felicidad, quizás hasta olvidarse de
ella, procurar la de los demás, corregir el rumbo mirando a las estrellas y, a
veces, cantar la canción del marino respirando el aire libre, sin dejar el
timón. Y beberemos ron, o bebidas isotónicas, o quizás quina amarga; pero así
los hijos y las hijas se crían y educan como jóvenes felices. Como ha dicho
algún sabio “hay que dar el corazón y la vida”. Quizás no nos sintamos muy
felices y el peso de los días se nos haga dificultoso por temporadas. Pero el
ejemplo personal no queda en balde, y será referencia para otros muchos.
También hay y habrá muchas jornadas estupendas y entrañables. Pero lo que más
fuerza da al hombre fiel, su más íntima felicidad, consiste en que atisba, cada
vez con más seguridad, la llegada a muy claras riberas, y ese próximo gozo
inmenso le está ya haciendo feliz sin que se dé mucha cuenta.
José Ignacio Moreno Iturralde
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