Monday, December 26, 2022

Elegir a los demás.


Cuando llegan las vacaciones, uno siente cierta liberación respecto a las personas que encuentra cotidianamente en el trabajo. “Good bye”, dejarme en paz, podemos decir en nuestro interior. Es verdad que el hombre es sociable por naturaleza, aunque a veces uno tiene la tentación de coger provisiones y perderse en un idílico bosque. Pero ni siquiera los necesarios momentos de soledad son solitarios, pues no podemos entendernos sin la referencia a nuestros semejantes; muchos de ellos tan pesaditos e insoportables como nosotros mismos. 

Sin embargo, la propia tendencia individualista se ve contrapesada con la imperiosa necesidad de que alguien nos quiera, o nos felicite al menos la Navidad. Y esto demuestra una vertiente más de la paradoja que somos cada ser humano: la relación con los demás es, con frecuencia, incómoda, exigente y cambia nuestra vida; pero es lo que nos hace estar bien con nosotros mismos y, por tanto, felices.

Un ridículo buenísimo social no es convincente. Las guerras y maldades nos lo recuerdan diariamente. Los demás pueden darnos, en ocasiones, morcilla, en su acepción menos sugestiva. Por esto, las relaciones con otros hay que cuidarlas, trabajarlas, forjarlas desde el respeto, la justicia, la cordialidad y el deseo de ayudarles. Es entonces, curiosamente, cuando desprendidos de un yo tiránico y absorbente, encontramos nuestra mejor versión con la familia, los amigos o el resto de los ciudadanos.

Sin dejar de velar por legítimos intereses propios, darse a los demás rejuvenece nuestro espíritu y limpia nuestra alma con recia lejía de lavandero, que abrillanta y da esplendor.  La lógica de los demás hace nuevas todas las cosas; me atrevo a decir que es la lógica que supera la muerte. La Trinidad de Dios y la Resurrección de Cristo, dogmas de fe cristianos, resultan ser, si se acogen, realidades sólidas en las que descubrimos certeza para la alegría de elegir convivir con los demás, aunque en ocasiones huyamos de ellos, para olvidarnos del mundo y tumbarnos en un sofá. 



José Ignacio Moreno Iturralde

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