Tuesday, August 25, 2020

El ángulo de la alegría


Eran maravillosos los veranos de la infancia cuando uno se levantaba muy tarde, abría la ventana y una luz maravillosa anunciaba próximos juegos y un inminente desayuno. En la adolescencia convivían un enconado espíritu crítico y un deseo de hacer de la propia vida algo grande. La juventud avanzada se estrenaba con retadores compromisos. La madurez, esa etapa a la que nunca a la que se llega del todo, tiene algo de plácida y mofletuda serenidad, una suerte de espíritu juguetón al ver a otros recorrer el camino por el que uno ya ha pasado.

Pero más tarde o más temprano, a lo largo del natural transcurrir de la vida, surge negro e insolente el drama, el accidente, la enfermedad inesperada, lo espantoso. Cuando llegan esos grises días, ácidos y desencantados, uno tiene que buscar sus más profundas referencias. Una vez detectadas sigue adelante, poco a poco, al “tran-tran”, quizás mordiendo el polvo del desaliento al tiempo que mira alguna estrella nítida en la noche. Con el paso de los días, al romperse el gigante cabezudo en el que uno vivía antes, se descubre la discreta sencillez de los límites, la campechanía con el prójimo y el compadreo con el que antes se veía por encima del hombro. Se aprende, y mucho, del recorte de tantas ínfulas y pretensiones y, despacio, se va descubriendo el encanto de lo precario, de lo normalito. Entre todo este mundo redescubierto, comienzan a brillar los mimbres de la humildad, de la simpatía, del pequeño detalle animante. En la escuela del “mamporro y vete levantando” se va identificando un aire de familia más profundo, más nuclear. De todo ese abajamiento nace un don inmenso: la planta de la comprensión, del ánimo y de la valentía eficaz que no pretende deslumbrar. Pero lo más definitivo, entre nuevas y frecuentes limitaciones, es la captación de un chispazo de victoria en la afirmación pura y desinteresada del prójimo. Es un tesoro escurridizo que hay que volver a reencontrar cada día desde un ángulo simpático: el darse cuenta de una suerte de familiaridad común. Pienso que es la intuición de participar en una filiación llena de alegría.

 

José Ignacio Moreno Iturralde

 

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