Ahora que se acercan los Reyes Magos, podemos
aprender algo de los niños; por ejemplo: su ingenuidad, ilusión, y su apertura
a la realidad. También ellos tienen cosas que hay que corregir, pero sus
berrinches y lloros suelen ser bastante pasajeros y, en seguida, recobran la
alegría de vivir. A los adultos, en ocasiones, nos puede costar más. Somos más
complicados.
Cuando queremos intensamente a una persona,
hemos de examinar si la queremos por ella misma, o simplemente por una
satisfacción que me procura. Como decía C.S. Lewis, “cuando convertimos
nuestros amores humanos en dioses los transformamos en demonios”. Un amor es
verdadero cuando nos hace ser mejores personas; de lo contrario es falso.
Podemos tener experiencia de lo siguiente: siendo el corazón algo muy valioso,
a veces puede estar completamente ciego y, por esto, ha de dirigirse por la
inteligencia y la prudencia.
En la dimensión intelectual también
podemos engañarnos. Nos encanta ser reconocidos y valorados, como es normal.
Pero esta tendencia se puede inflar, haciendo que lleguemos a ser una especie
de adoradores de nuestra propia imagen. De este modo, nos vamos convirtiendo en
unos seres que causan rechazo: un creído resulta francamente insoportable. Sin
embargo, puede llegar un momento que esa persona altanera empieza a darse
cuenta de que no es ni apreciado, ni querido por quienes le rodean. Si además
tiene un revés de fortuna, o comete una notoria metedura de pata, el gigante
que había construido de sí mismo se puede desmoronar, y convertirse en alguien débil
y aturdido entre el montón de sus escombros. Esto nos puede pasar a todos.
Pienso que el motivo está en que no estamos hechos para ser imagen y semejanza
de nosotros mismos. Si la propia idea del yo es como un espejo, acabamos hartos
de nuestra vida. Estamos hechos para ser ventanas que se abren a la realidad,
especialmente la de los demás. Es así cuando nos entendemos. Descubrimos
entonces que hay personas que nos quieren y, por tanto, llenan de sentido
nuestra existencia.
El cristianismo afirma que somos imagen y
semejanza de Dios; es decir, que buscando esa infinita fuente de caridad y
alegría nos encontramos con nuestros semejantes y con nosotros mismos. Un buen
amigo quiere para nosotros lo mejor, que seamos felices. Ha de ser una felicidad
noble, que lleve consigo el esfuerzo de quitar obstáculos y defectos que nos
desvíen de lo verdadero. Si se trata del amigo divino, es lógico que a veces
haya cosas que no entendamos en lo que permite, pero con confianza en su bondad
y sabiduría nuestra mente, y todo nuestro ser, se llena de luz y de certeza. Es
entonces cuando descubrimos que algo que nos quitaba la paz, tal vez una idea
equivocada de nosotros mismos y de nuestra situación en la vida, es una
falsedad que no ha de ser tenida en cuenta.
José Ignacio Moreno Iturralde
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