Cuando uno ha tenido una
infancia feliz no recuerda haber afrontado muchos retos. Las horas pasaban muy
despacio. Un verano era casi una eternidad de juegos. Toda aquella paz,
aderezada con algunos coscorrones y lloros, no se basaba demasiado en
ejercicios de realización personal, sino en la seguridad inconsciente en unos
padres incondicionales.
La vida ha ido pasando y
hemos ido tomando nuestras decisiones y compromisos. Nuestra vida de adultos
está llena de deseos de superación en todos los aspectos, aunque con frecuencia
nos sintamos superados. La sociedad postindustrial que hemos creado se mide por
títulos y por nóminas. Se trata del imperio de los procesos y de los métodos,
olvidando en ocasiones los fines y las verdades. Nos agotamos con facilidad
porque el hacer cosas se ha impuesto al sentido de por qué las hacemos. Todo
este estilo de vida del siglo XXI tiene aspectos estupendos, es el mundo en el
que vivimos, y es dónde tenemos que estar… ¿Pero no podríamos vivirlo de un
modo más humano, más cordial, más sereno? Me parece que, en algunos aspectos,
regresar a la infancia puede ser un modo de avanzar en madurez.
Quizás un modo de cambiar
sería valorar mucho más la realidad inmediata en la que nos desenvolvemos.
Disfrutar de la familia, observar con buen ánimo a los viandantes y tener una
decidida dimensión de servicio, son retos tan elementales como exigentes.
Parecen cosas simplonas, pero se trata de asuntos llenos de vida. Pero la
sencillez de las cosas a veces nos aterra, porque no la controlamos, porque nos
ha tocado, porque hemos olvidado la mirada del niño y, tal vez, su corazón.
Recuperando en la madurez esta sabiduría de la infancia, podemos centrar
nuestros esfuerzos en pocos retos, en los realmente importantes. Quizás así
podemos contribuir a hacer nuevas todas las cosas.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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