Ponerse en el lugar de la realidad es el único
modo de entenderla. Sólo así, con el paso de los milenios, los seres humanos se
dieron cuenta de que era la tierra la que giraba alrededor del sol; y no al revés,
como parece evidente. Esta lógica inversa es la más recta, especialmente cuando
se trata de relacionarnos con nuestros semejantes. Sin embargo, aunque nos
damos cuenta de la importancia de razonar en función del mundo que nos rodea,
nos resulta costoso admitir que, algunas veces, las cosas no son como quisiéramos.
La sensatez de dar la vuelta a la razón,
para que ella misma encuentre su genuina identidad, es también aplicable al
corazón. Necesitamos ser queridos, ansiamos ser felices y sentirnos bien; pero
con frecuencia no sabemos hacerlo. Nuestro corazón tiene una especie de campo
gravitatorio que tiende a apropiarse de lo agradable y a expulsar lo que no nos
satisface. Pero esta tendencia, siendo necesaria, no es la única. El corazón
humano se realiza más cuando da, que cuando recibe. Somos capaces de disfrutar
de un paisaje valorando la naturaleza por sí misma, al margen de cualquier
interés. También estamos en condiciones de esforzarnos, y esto es clave, en
afirmar y mejorar la vida de los demás; también cuando no obtenemos ningún
beneficio propio. Por este motivo, las personas generosas son mucho más
felices, aunque sus vidas quizás no sean muy confortables.
Cuando queremos a quienes nos rodean, con
sus puntos fuertes y sus limitaciones, bombeamos sangre limpia a la familia, a
los amigos y al entorno social. Sin dejar de defender nuestros derechos y denunciar
a quien lesione seriamente la justicia, la persona de corazón grande quiere
activamente el bien de sus semejantes, pese al esfuerzo que esto suponga. Es así
como uno se percata de la sensatez de la regla de oro de la moral: trata a los
demás como quieres que te traten a ti. En este ejercicio virtuoso, que puede
parecer un cierto auto vaciamiento, encontramos una identidad renovada y
fortalecida. Es entonces cuando entendemos nuestra vida como una misión que nos
relaciona con todos, y con una verdad personal enorme que sostiene y da
plenitud a todas las relaciones interpersonales. Se comienza entonces a
percatarse de que, en cualquier circunstancia, no solo soy, sino que soy incondicionalmente
querido.
José Ignacio Moreno Iturralde