La casa de nuestros
padres nos trae recuerdos de alegrías expansivas y de nostalgias aún no totalmente
resueltas. Aquellos ojos de la infancia que veían todo nuevo, con una ilusión
mecida en la seguridad filial, se enfrentaban de vez en cuando con algún
contratiempo, que se superaba en un periquete. El tiempo pasaba muy lento y la
capacidad de disfrutar era muy grande.
Para algunos de nosotros,
han pasado muchos años desde aquella época dorada. Hemos ido eligiendo nuestra
vida, y también el modo de vivir lo que muchas veces no hemos elegido. Nos han
pasado cosas grandiosas y acontecimientos difíciles.
Ahora, pese a tener
experiencia, podemos mejorar mucho el arte de vivir. Lo más asequible podemos
experimentarlo todavía a medio gas, en una sociedad llena de actividad y de
imagen. Me refiero a aquellas cosas que experimentábamos con ojos de niño: lo
normal de cada día. Si uno quiere, puede encontrar motivos más que suficientes
para reestrenar la vida, para ver en nuestras circunstancias la casa de
nuestros padres. Y si tal experiencia de la infancia fuera para alguno
negativa, puede pensar en las personas que han sido o son para él o ella una
familia querida.
Desde una profunda
entraña filial, se puede contestar a lo precario y costoso, incluso a lo dramático,
con entereza y valentía, aunque a veces el ánimo esté bajo. Solo es posible
hacerlo desde la humildad y la gratitud, a pesar de los pesares. Podemos, en
definitiva, pedir a Dios la alegría interna y el salero de ver profunda y
renovadamente las cosas que nos tocan vivir. Es algo que deseamos para todas
las personas. Para esto hay que empezar por la propia familia, por los más
cercanos. También hemos de ayudar en la medida en que podamos a los que peor lo
pasan en este mundo; para que también ellos tengan la ilusión de vivir con
esperanza.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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