Saturday, September 18, 2021

La paradoja del amor propio

A veces hay cosas que nos sacan de quicio: acciones y palabras de personas, que nos ofenden profundamente. Es lógico que entonces nos indignemos, lo pasemos mal y quizás tomemos algunas medidas concretas. Pero otros acontecimientos más leves nos pueden provocar también un enfado considerable que, tras unos días o meses, se transforma en una carcajada. Siendo el amor propio algo necesario… ¿por qué se hincha, a veces, tan desorbitadamente? 

Nuestro amor a un buen plato de cocina es posesivo, el propio que se tiene por una cosa apetecible. Pero las personas no somos cosas. Por esto, no se puede amar a una persona con una afectividad posesiva, de dominio. Si se hace así, pronto se produce una reacción de rechazo porque tal amor es un engaño. Solo se puede querer a las personas desde el respeto a su identidad y con el afán de quererlas por sí mismas, buscando su bien. Si esto sucede en el amor a los demás, quizás ocurre algo parecido con el amor propio. No podemos querernos como objetos de posesión. Somos personas y estamos hechos para darnos: sólo así seremos capaces de tener un ordenado amor a nosotros mismos.

El cristianismo nos explica que los exagerados deseos de dominio sobre los demás, y sobre nuestro propio yo, son una secuela del pecado original: el elegir el amor propio y rechazar el amor a Dios y, por tanto, a nuestros semejantes. Por esto, la humildad es una virtud clave que hemos de pedir y ejercitar.

Si tenemos un gran motivo para vivir, y todos podemos encontrarlo, no nos importará enjugar muchas lágrimas, dando apoyo y ánimo a otros. Para esto es necesario tragarse el orgullo, como un avestruz se come una piedra. Aunque sea desagradable esa digestión, sus resultados son más beneficiosos que los de un buen almuerzo. El mal orgullo es una cosa nefasta, y se puede tragar. Nuestro auténtico yo no es una cosa poseída, sino que está en nuestro ser personal abierto a las necesidades de los demás.

 

José Ignacio Moreno Iturralde

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