Ser querido o no ser
querido, esta es la cuestión; permítanme enmendarle la plana a Shakespeare. El
espectáculo fascinante del firmamento, la dignidad del mar, o el encanto de un
atardecer en el horizonte, son marcos de referencia de una fabulosa puesta en
escena. Esta grandiosa estética de la naturaleza, es un buen telón de fondo
para acontecimientos más valiosos: la celebración familiar de un cumpleaños, un
abuelo jugando con su nieto, o un grupo de colegiales tronchándose de risa a la
salida de clase. Sin embargo, también existen los terremotos, los huracanes; o
lo que es peor: la maldad en sus múltiples manifestaciones.
Cuando Tomás de Aquino
descubre la noción de acto de ser, detona la clave para entender un mundo con
frecuencia fantástico, aunque en ocasiones terrible. Todo ser del mundo no es
necesario, no tiene en sí la causa de su existencia, y solo puede haber sido llamado
a la realidad por aquél ser que sí es por sí mismo. De un modo análogo a como
las cosas iluminadas se ven por la luz, los seres reales participan, sin
identificarse con él, de un ser definitivo.
La comprensión de la verdad, el bien y la belleza, como aspectos nucleares del ser, desplaza
la identidad del mal y la mentira a un lugar doloroso pero periférico. El
mundo, porque es, es verdadero y bueno; aunque existan en él los surcos y las heridas
de lo maligno. Entre todas las realidades destacan los seres humanos, con sus
grandezas y debilidades. Así como el odio deshumaniza, el amor lleva al ser humano
a su plenitud; si entendemos por principio del amor el respeto y la afirmación
de los demás.
La razón abierta a la
confianza en la realidad, hace posible el ejercicio del amor y la consiguiente
felicidad. Entonces, también el dolor puede entenderse como una faceta del amor
mismo: la carga de la entrega a los otros, mediante la generosidad y el ejemplo
personal.
Cuando la revelación
cristiana afirma que el ser necesario y absoluto es caridad, históricamente
crucificada y resucitada, está enalteciendo grandiosamente el sentido de la
vida. En medio de circunstancias entrañables o dolorosas, toda persona puede
saberse íntimamente querida, con tal de que se deje querer por el amor de Dios
y actúe filialmente en consecuencia. Es entonces cuando se escucha la eterna
canción de la alegría.
José Ignacio Moreno Iturralde
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