Una imagen puede ser
atractiva y hermosa. Una radiografía no suele tener mucho encanto, pero quizás
sea más valiosa que una visión superficial. Existen edificios y puentes emblemáticos;
cuya estabilidad depende de unas sólidas e invisibles ecuaciones matemáticas.
La propia realidad esconde el misterio de su porqué; algo que no es evidente,
pero que tiene un alcance decisivo para conocer el sentido de nuestra
existencia.
La belleza física es
deseable, pero la belleza moral de alguien que salva la vida de una niña ucraniana,
aterrorizada por los bombarderos, es algo profundamente mejor. La sonrisa de
una adolescente es estupenda; pero la sonrisa de un enfermo, que acepta y
afronta su situación con entereza, es un hecho más significativo.
El dolor nos puede hacer
más comprensivos y maduros. Algunos desengaños pueden desviar nuestra atención
a referencias más seguras y nobles. El percatarnos de la aparente victoria de
la soberbia y la fuerza tiránica, que pisotea la inocencia de tantas víctimas,
puede llevarnos al desconcierto; pero también a la convicción de que este mundo
no se sostiene por sí mismo.
Detectar la paradoja de
la vida es como deshacer un nudo de nuestro espíritu. Se trata de una maniobra
que conlleva sufrimiento. Si encajar un hueso dislocado es desagradable,
colocar en su sitio una mente y un corazón desviados puede ser aún más
dificultoso.
Disfrutar de la vida y
gozar de un mundo fantástico es algo que a todos nos gusta. Pero no encontrar
sentido a la adversidad, cuando aparece con notoria frecuencia, es una necedad.
Sólo vislumbrando algo del valor de lo costoso se puede vivir con sentido,
incluso con auténtica alegría. Estos versos lo expresan a su manera: “Baja y
subirás volando al cielo de tu consuelo, porque para subir al cielo, se sube
siempre bajando”.
La paradoja de la
realidad, que el cristianismo expresa en las bienaventuranzas, consiste en
entender el sentido orientador de todo lo desagradable e incluso terrible.
Todas las dificultades, que lógicamente procuramos evitar, nos conducen a una
valoración distinta de la vida. Entender el sentido del dolor y de la muerte es
empezar a captar la gloriosa fuerza de la resurrección: una plenitud de vida no
inmediata, pero profundamente real. Se trata de la fuerza de
la victoria de la bondad, de la inocencia y de la justicia. No es algo etéreo e
inalcanzable, sino el suelo firme de todo lo demás.
Toda esta exigente escuela
es necesaria para darnos cuenta de que esta vida no es la definitiva. Al mismo
tiempo, la sabiduría de la paradoja nos lleva también a disfrutar de tantos
momentos entrañables y simpáticos de este mundo nuestro. Un mundo que queremos
hacer mejor, más humano, solidario y alegre.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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