Recuerdo el angelote de traje celeste encima de mi cama abatible. A mi madre la contemplo nítidamente: siempre laboriosa: cocinando, planchando, cosiendo, viendo la tele y adivinando a la primera quien era el asesino de la película.
Los fines de semana y los verano íbamos a Soto del Real. Qué estupendo es el campo, el ladrido de un perro, el mugido de una vaca, la brisa zarandeando los chopos. El día de mi cumpleaños, Ana María, preparaba decenas de medias noches con jamón, queso, cocacolas, fantas, y torrijas. La chavalada de la urbanización de La Ermita venía a felicitarme en pleno, desde luego por la merienda. Ella disfrutaba y yo también.
Ana María sabía querer. No se daba ni media vuelta a sí misma, su formación cultural era escasa debida a los avatares de la guerra civil española y tengo que reconocer que me encantaba esa guasa suya ante los conocimientos académicos. Tenía siete hermanos, muchos sobrinos y muchos más amigos. De pequeño ella y yo jugábamos a ver quien ponía la cara más fea.
Gracias al Club de montaña del Banco de España, donde trabajaba mi padre, pude ir algunas temporadas a esquiar a la sierra de Madrid. Ana se levantaba muy temprano a ponerme el desayuno y a darme la bolsa de comida de la excursión. Al llegarme la edad del pavo no recuerdo que me sermoneara; tan sólo una vez, en que me vio frecuentar demasiado lo que antes llamábamos guateques, me dio un “toque” cariñoso, breve, pero exigente; no lo olvidé nunca.
Ana María se había quedado sin padre a los dos años. Su familia era de ocho hermanos que tuvieron que hacer maravillas para salir adelante. Voló en aviones de guerra; eso sí, como copiloto. Desayunó picatostes con chocolate con hermanos y amigos, en el jardín de su casa, mientras muchos huían a los refugios por peligro a los bombardeos. De joven se casó con un sentenciado a muerte por la tuberculosis sabiendo que sólo un milagro le curaría. No fue así. Viuda, joven y divertida, vivió con su madre y dos de sus hermanas en la España de la posguerra, trabajando de telefonista y pasándoselo bomba con la gente por su inmensa capacidad de hacer de la vida algo muy simpático y humano.
En los años ochenta se le declaró un cáncer. Su enfermedad duró bastante tiempo. Operaciones, radio y quimioterapia, y una larga temporada de bonanza. Rezó más que nunca, profundizó en su fe, en su cultura cristiana. Siguió disfrutando de la vida y encontrando a Dios en el camino del dolor, del abandono en sus manos, de los sacramentos y de la alegría. Recuerdo que poco antes de morir se preguntaba por qué le había tenido que tocar a ella. La enfermedad apremiaba y fue preciso un nuevo ingreso en la clínica de La Luz. No quería ir porque sabía que no volvería a casa. Al llegar un día a su habitación, por la tarde, la encontré rodeada de amigos que se tronchaban de risa ante las ocurrencias de la enferma...¡Vaya moribunda! Los días anteriores a su muerte noté que su unión con Dios se agigantaba y que la tremenda enfermedad no era más que una lanzadera para su alma.
Falleció el día 25 de mayo de 1990. Al día siguiente, sábado, fue el entierro en el cementerio de la Almudena. El día era soleado.. Al lado de su tumba había una estatua grande de la Virgen del Carmen.
José Ignacio Moreno Iturralde