Friday, June 22, 2007

Un tío simpatiquísimo

Antonio era hermano de Ana María, Mercedes, Luis, Dolores; y de otros tres más: Blanca, Cristina y Baltasar. Siendo un chaval entrenaba en un equipo de boxeo. Cierto día estaba castigado a no salir de casa. Su ropa de entrenamiento había sido confiscada. Ni corto ni perezoso optó por pintarse un número en los calzones con una barra de carmín de una de las hermanas. Bajó por la fachada del edificio agarrado a una tubería y, muy de mañana, comenzó su habitual entrenamiento. Con esta hermosura de dieciséis o diecisiete años el parque de El Retiro era un lugar de esparcimiento deportivo de primera categoría para él. También una buena oportunidad de refrescarse en alguna fuente, tras el trabajoso esfuerzo físico. Un policía no era de la misma opinión y le instó vehementemente a que saliera de la fuente. Antonio, junto a un amigo compañero de baño, solicitaron la ayuda del agente para salir de allí pidiéndole la mano. Aprovecharon maliciosamente la ocasión y pusieron a remojo al gendarme, al tiempo que reanudaban su veloz carrera.

Otra manera de entrenar, poco ortodoxa, era acudir a una fiesta con su hermano Baltasar, ambos disfrazados de mujer. Cuando llegaba el baile y consideraba que algún muchacho se le acercaba demasiado gritaba...¡Sinvergüenza!; se quitaba la peluca y comenzaba a liarse a mamporros con el atrevido y todo aquél que se animara a ese estimulante método de mantener la forma. Baltasar le cubría las espaldas con un estilo de lucha más académico y sereno.

Una tarde un amigo verdulero pidió ayuda a Antonio en un mercado para vender el género, pues tenía que atender a su padre enfermo y no quería perder los ingresos de aquellas horas de trabajo. Accedió gustoso y montó tal show publicitario que al poco tiempo estaba lleno de clientes. Un profesional de la competencia se sintió agraviado y le instó a marcharse ya que Antonio no era el titular del puesto. Lógicamente le fueron dadas las explicaciones pertinentes a tan impertinente señor; pero no se dejó convencer y amenazó severamente. Llegados a este punto Antonio le respondió con el lenguaje que mejor conocía: el del boxeo. Lástima que el agredido quedara con fractura de mandíbula y que optara por una denuncia.

Pasadas las semanas Antonio acudió al juicio sereno, convencido de que la justicia estaba de su parte. Sin embargo el juez decidió imponer una multa a nuestro púgil. Antonio poseía un gen innato de fiereza y se sintió injustamente tratado. No se le ocurrió mejor idea que pegar un puñetazo al juez y salir de allí. Aconsejado por unos amigos abandonó el país y se fue a residir a Bogotá, en Colombia. Trabajó como taxista de toreros y conoció a Alejandrina, la que sería su esposa.

Lo conocí en Madrid cuando Antonio tenía más de sesenta años. Pasó aquí una larga temporada, como no en casa de su hermana Mercedes. Antonio me hizo reír en muchas ocasiones y me enseñó a conducir, cosa que le agradezco profundamente. Años más tarde se fue a vivir a Almería. Enfermó de gravedad y quise ir a verle, a darle mi último adiós. Pienso que me reconoció aunque estaba ya muy enfermo. El pueblo donde estaba era Mojacar. Tuve que contener las lágrimas cuando le di un beso de despedida. Me acompañaron unos primos al autobús que regresaba a Madrid. Era de noche y una inmensa luna naranja parecía que quería zambullirse en el mar sereno.


José Ignacio Moreno Iturralde