La ética del placer por
el placer y la del deber por el deber son opuestas, pero tienen un punto en
común: están centradas en uno mismo. Frente a estas opciones, está la de
abrirse a la realidad exterior y descubrir la verdad y el bien que en ella
existe. De esta manera, la persona aprende a aceptar la vida como viene, se
hace realista y madura. Claro que es estupendo tener sueños y cumplirlos, pero
no podemos pensar que todo se ha de adecuar a nuestros deseos. Ser realista
ayuda al optimismo, a pesar de las dificultades. El mundo, pese a sus males, es
una grandiosa arquitectura trazada por un profundo sentido en relación con los
demás, que toca a cada uno descubrir.
Aceptar la realidad, al
mismo tiempo que intentamos mejorarla, nos lleva a aceptarnos a nosotros
mismos. Muchas de nuestras cartas no las hemos elegido, nos han sido dadas;
pero lo que si podemos hacer es jugarlas de un modo libre y personal. Al
entendernos en una realidad enorme, cuajada de significado, estamos en
condiciones de aceptar nuestra propia vida. Esto es un requisito necesario para
poder hacer de nuestra existencia algo que realmente merezca la pena.
Entre las relaciones con
nuestros semejantes, es primordial la realidad del amor. En el amor entre
hombre y mujer, la primera atracción, el diálogo, el noviazgo y el matrimonio,
forman parte de la milenaria historia de la humanidad. Tras una fase de
conocimiento, el matrimonio se basa en un compromiso de fidelidad abierto a la
vida de los hijos. Este amor renueva la condición paterna, materna y filial,
que es el núcleo de la identidad humana. Algo de especial interés es entender
el matrimonio como entrega al cónyuge. La entrega es el cimiento del amor
conyugal. Vivir para hacer feliz al otro cuesta esfuerzo, pero garantiza el
amor. Siempre puede haber dificultades, pero el amor es capaz de abrirse camino
entre ellas, fortaleciéndose. La novedad cristiana consiste en engrandecer y
purificar el amor humano con el amor de Dios. Esta garantía hace firme el
matrimonio: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mateo 19,6).
El celibato es una
vocación que excluye el matrimonio. Sin embargo, matrimonio y celibato son dos
dimensiones de la entrega a Dios. En la religión católica, no se puede entender
uno si no se entiende el otro. La vocación al celibato por el Reino de los
cielos, desde la condición de sacerdote o de laico, es un don divino por el que
la persona quiere ser luz y referencia para muchas otras, fermento de familias,
amigo incondicional y, ante todo, tener una especial entrega e intimidad con
Jesucristo con un amor inconformista y apasionado. Ser célibe, pese a las debilidades
personales, refleja también la dimensión escatológica de mostrar una vida de
compromiso y amor donde, a semejanza de la vida eterna, el matrimonio ya no es
necesario. En cualquier caso, la santidad personal, tanto en el matrimonio como
en el celibato, solo se mide por el amor a Dios y a los demás que se alcanza.
Esta dinámica de amor
entregado, de confianza filial en Dios, que entiende el dolor como
manifestación de amor, y los límites personales como referencias de humildad,
es una escuela de alegría, de optimismo, de felicidad en este mundo y en la victoria definitiva del Cielo.
José
Ignacio Moreno Iturralde
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