Saturday, March 05, 2022

Matrimonio y celibato: dos dimensiones de la entrega.


La ética del placer por el placer y la del deber por el deber son opuestas, pero tienen un punto en común: están centradas en uno mismo. Frente a estas opciones, está la de abrirse a la realidad exterior y descubrir la verdad y el bien que en ella existe. De esta manera, la persona aprende a aceptar la vida como viene, se hace realista y madura. Claro que es estupendo tener sueños y cumplirlos, pero no podemos pensar que todo se ha de adecuar a nuestros deseos. Ser realista ayuda al optimismo, a pesar de las dificultades. El mundo, pese a sus males, es una grandiosa arquitectura trazada por un profundo sentido en relación con los demás, que toca a cada uno descubrir.

Aceptar la realidad, al mismo tiempo que intentamos mejorarla, nos lleva a aceptarnos a nosotros mismos. Muchas de nuestras cartas no las hemos elegido, nos han sido dadas; pero lo que si podemos hacer es jugarlas de un modo libre y personal. Al entendernos en una realidad enorme, cuajada de significado, estamos en condiciones de aceptar nuestra propia vida. Esto es un requisito necesario para poder hacer de nuestra existencia algo que realmente merezca la pena.

Entre las relaciones con nuestros semejantes, es primordial la realidad del amor. En el amor entre hombre y mujer, la primera atracción, el diálogo, el noviazgo y el matrimonio, forman parte de la milenaria historia de la humanidad. Tras una fase de conocimiento, el matrimonio se basa en un compromiso de fidelidad abierto a la vida de los hijos. Este amor renueva la condición paterna, materna y filial, que es el núcleo de la identidad humana. Algo de especial interés es entender el matrimonio como entrega al cónyuge. La entrega es el cimiento del amor conyugal. Vivir para hacer feliz al otro cuesta esfuerzo, pero garantiza el amor. Siempre puede haber dificultades, pero el amor es capaz de abrirse camino entre ellas, fortaleciéndose. La novedad cristiana consiste en engrandecer y purificar el amor humano con el amor de Dios. Esta garantía hace firme el matrimonio: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mateo 19,6).

El celibato es una vocación que excluye el matrimonio. Sin embargo, matrimonio y celibato son dos dimensiones de la entrega a Dios. En la religión católica, no se puede entender uno si no se entiende el otro. La vocación al celibato por el Reino de los cielos, desde la condición de sacerdote o de laico, es un don divino por el que la persona quiere ser luz y referencia para muchas otras, fermento de familias, amigo incondicional y, ante todo, tener una especial entrega e intimidad con Jesucristo con un amor inconformista y apasionado. Ser célibe, pese a las debilidades personales, refleja también la dimensión escatológica de mostrar una vida de compromiso y amor donde, a semejanza de la vida eterna, el matrimonio ya no es necesario. En cualquier caso, la santidad personal, tanto en el matrimonio como en el celibato, solo se mide por el amor a Dios y a los demás que se alcanza.

Esta dinámica de amor entregado, de confianza filial en Dios, que entiende el dolor como manifestación de amor, y los límites personales como referencias de humildad, es una escuela de alegría, de optimismo, de felicidad en este mundo y en la victoria definitiva del Cielo.

 

José Ignacio Moreno Iturralde

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