Si
estando en la nada, bastante aburridos, nos hubieran hablado del universo en el
que ahora vivimos, habríamos pensado que se trataba de una realidad demasiado
asombrosa. Pero en la nada no existíamos, no podíamos creer en nada. Sin
embargo, de repente, se escuchó una voz personal, potente, afirmativa, creadora;
y surgió sorprendentemente el mundo, lleno de seres llamados a la existencia.
Comenzó la historia del cosmos y sus múltiples sucesos: el furor de un estadio
en el que gana un partido nuestro equipo favorito, un atardecer en el mar, una
fiesta con amigos o, en el colmo de la perfección, un reírse de nuestras
propias limitaciones. Todas estos acontecimientos son excesivamente fantásticos
y, sin embargo, reales.
De
todas las cosas bonitas del mundo, destaca el amor comprometido entre el hombre
y la mujer, y el nacimiento de los hijos: esos seres radicalmente nuevos, que
detonan las mejores energías humanas. Ciertamente también son fuente de
agotamiento; un esfuerzo paradójico porque renueva la vida de madres y padres.
Por esto, es clave custodiar el maravilloso surgimiento de la vida humana, y el
suelo que la hace estable y fecunda: la familia.
También
se dan dolores y tragedias tremendas. Sería excesivamente atractivo que todo un
Dios se hubiera hecho hombre para cargar con nuestros errores, dar un sentido
al dolor y convertir la muerte en victoria. Pero resulta que, contra todo
pronóstico, esto ha sucedido realmente. Cualquier persona que se acerque con
humildad, veneración y confianza a la conducta que fomenta la Buena noticia del
Evangelio, puede verificar en su vida que esto es verdad.
De
sorpresa en sorpresa, se nos anuncia otro prodigioso milagro: que existe el
Cielo. La plenitud de la felicidad; la eterna victoria donde nuestra vida,
purificada, entrará en el seno de Dios. De nuevo parece algo desorbitadamente
optimista, pero comienza ya a palparse su consistencia en la paz y la alegría
de una vida edificada sobre la caridad. Cantos de victoria se escuchan, de vez
en cuando, entre los afanes cotidianos; y también en situaciones difíciles. Un
ímpetu de vida que, atravesando los dolores y arideces de la existencia, se va
abriendo paso de un modo discreto, eficaz; incluso con buen humor. Es de nuevo
la Palabra creadora, redentora y portadora de gloria, ajustada a nuestra libre
y personal capacidad de recepción, la que nos anima con un cariño que nos
admira y asombra cada vez más.
José Ignacio Moreno Iturralde
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