La complementariedad entre mujer y varón no es una
cuestión exclusivamente cromosómica y hormonal. Si tan vital distinción se
resolviera tan solo en moléculas, nos moveríamos en una dimensión
exclusivamente cuantitativa. La complementariedad entre mujer y varón está
inscrita en la lógica de la cualidad, de la creatividad y de la finalidad.
Sobre estos ejes vertebradores de la vida se expanden los códigos genéticos y los
diversos sistemas biológicos. El profundo valor de lo humano tiene lugar según
nuestra naturaleza, con márgenes de error propios de la limitación de la
materia.
La novela “El despertar de la señorita Prim”[1] nos
dice que el atractivo del matrimonio no se basa tanto en la igualdad –que se da
por supuesta respecto a dignidad y derechos- sino precisamente en la
diferencia. El género humano proviene de la generación; inexplicable sin la
distinción complementaria entre el hombre y la mujer. La naturaleza racional se
manifiesta en la capacidad de ayudarse mutuamente. La igual dignidad personal
del hombre y de la mujer no recae en la radical autodeterminación del propio
proyecto de vida. Igualdad y diferencia se necesitan mutuamente.
El hombre y la mujer al
conocerse, se entienden mejor cada uno a sí mismo. La mujer es más receptiva
que el varón; biológica, psíquica y espiritualmente. Ella puede comprender más,
sufrir más y amar más. Aunque tiene igual dignidad que el sexo masculino, sus
condiciones reflejan mejor la condición de criatura que nos es propia.
Una cuestión de enorme repercusión social
es el ascenso de la mujer al mundo académico y laboral. Se trata de un feliz
logro histórico, en el que queda mucho trecho por recorrer. Pero si ese ascenso
profesional se realiza a costa de un descenso del valor de la maternidad, se
produce un desorden serio.
Compromiso matrimonial
Un sabio
escribió en cierta ocasión que “el amor nunca pasa y si pasa no es amor”. El
compromiso matrimonial hace justicia a este amor. Cuando se ama a alguien se le
quiere para siempre; de lo contrario estaremos hablando de pasión o mera
afectividad, pero no de amor personal. La mutua ayuda, la conyugalidad en todos
sus aspectos, requiere de personas generosas, con virtudes y aptitud para la
convivencia. Esta
relación entre dos es elevada a una nueva y tercera dimensión: el amor esponsal
entra en una superación que se hace vida nueva. La mirada entre dos ya no se
cansa porque se renueva y fecunda en un arcano de vida. Los padres se ven en
los ojos de los hijos.
La
esponsalidad conlleva tareas y responsabilidades primordiales como la educación
de los propios hijos. Esta realidad requiere de una relación exclusiva de
fidelidad. Amor esponsal y fidelidad son las dos caras de una misma moneda. No
es este el momento de reflexionar sobre las posibles causas de nulidad
matrimonial o de separación; sino de pensar acerca de la hondura antropológica
del matrimonio humano, en una época en la que se está intentando romper la
entidad natural de la familia.
La propia
familia de origen supone las raíces de uno mismo. Se trata del lugar donde hay
un amor incondicionado por cada uno de sus miembros. Este apoyo incondicional
se da de modo natural entre padres e hijos.
La lógica de la creación lleva también a
la lógica de la natalidad, de la celebración de la vida surgida del amor;
engendrada en la belleza, como diría Platón. Pues bien: una cosa es tener los
hijos que cada uno estime oportunos, y otra es establecer una radical
separación entre la sexualidad y la paternidad.
Promover mejoras sociales, fomentar
condiciones de igualdad laboral entre mujeres y varones, solucionar
aberraciones como la violencia machista contra las mujeres, son una urgencia
social inaplazable. Pero otra cosa distinta es disolver los fundamentos de la
familia y de la sociedad en aras de una libertad poco solidaria.
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