El ser humano concebido y aún no nacido es el fruto del amor de sus padres.
Se trata de alguien humano, pues no se es hombre por hacer más o menos actos de
hombre, sino por tener la capacidad de hacerlos ahora, en un futuro, o de
haberla tenido en el pasado. De lo contrario caeríamos en una relativización de
la vida del ser humano, en una idea eugenésica del mismo, donde solo algunos
tienen derecho a vivir.
Lo verdaderamente apasionante es nacer. El amor, para
no perder su identidad, defiende la vida. La nueva vida humana se respeta por
sí misma: esa es la condición de la familia. La familia es el lugar del amor
respetado, donde se quiere a cada uno por sí mismo. Los hijos nacen y se educan
en un ambiente donde son tan queridos como exigidos, tan seguros en reivindicar
los bombones como pesarosos ante el reproche de sus padres por no haber hecho
la tarea. Los hijos encuentran en su madre y en su padre la raíz providencial
de su vocación a ser hombres, a amar.
El ser humano no es fotocopiable, clonable, suprimible, descartable. Ha de
tener un nombre personal que acompañe toda la trayectoria de su vida. Un hombre
es una biografía, un proyecto de libertad y responsabilidad, que ha de ser
protegido especialmente en sus etapas más vulnerables. Esto supone exigencia,
pero repercute en una intensificación de nuestra moral y de nuestro
agradecimiento por vivir en un mundo donde prima la ética del cuidado y de la
ternura, frente a la de la conveniencia o el interés de los más fuertes. Como
el dar a luz a un nuevo ser humano puede conllevar serios problemas de
responsabilidad personal, la sociedad tiene que velar por una desahogada
situación de la maternidad, donde sea más fácil y llevadero la maravillosa
tarea de traer un nuevo hijo al mundo.
Respetar la vida del concebido y aún no nacido, en toda situación, nos
afecta en la comprensión de nosotros mismos y de nuestra sociedad. Una
personalidad que tiene esto en cuenta, valora mucho más el respeto que merece
todo ser humano. La cultura
de la vida nace del respeto y de la benevolencia con las personas. La cultura
de la muerte, de hecho, se nutre del rechazo a los demás. Por esto la cultura
de la vida no puede nacer del resentimiento, aunque deba exigir una
reimplantación de la justicia.
Creer en la vida supone cultivar la
propia con esfuerzo, saber adaptarse a los ritmos de la naturaleza, desarrollar
las propias capacidades: Tener metas, ilusiones, esperanzas. La alegría de
vivir se basa en saberse queridos y, por
lo tanto, exigidos. La familia es el lugar privilegiado para tal convicción y
actitud. En el propio hogar se expansiona la personalidad. Se trata de una
comunidad de vida, de amor, de confianza, de esfuerzo, de fidelidad. La familia
es el lugar donde se aprenden las virtudes morales, las principales referencias
de la existencia. Es en ella donde se aprende lo que es la gratitud.
Sin gratitud
la vida es compleja, enfermiza, perversamente inquieta. Apreciar la vida como
un don supone dicha, alegría interior y esperanza; pese a los reveses que
puedan venir. Desde la familia y la gratitud el hombre aprende a tener una vida
lograda, y a labrar una biografía con libertad generosa.
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