Tenemos
pensamientos buenos y nobles; pero otros no lo son tanto, incluso algunos son
tóxicos. Una persona positiva tiene que esforzarse por mejorar sus
pensamientos. Lo mismo sucede con los afectos: soñamos con un amor que merezca
la pena; y no podemos olvidar que habrá que pasar la pena que hace bueno ese
amor. El matrimonio exige de los casados lo mejor de sí mismos: hacer que el
cónyuge y los hijos, si se tienen, sean felices. Esto pide mucha renuncia y
mucho olvido de sí mismo. El matrimonio cristiano cuenta con la gracia de Dios:
una fuente regenerante del amor humano, que pasa por encima de defectos y
dificultades. Se llega así a un amor profundo, realista y maduro. Es en esa
escuela de virtud y felicidad donde los hijos crecen seguros, con un futuro más
abierto a la esperanza.
Es verdad que hay situaciones matrimoniales complejas y difíciles, que requieren una atención particular. Pero otra cosa muy distinta es la banalización del matrimonio hasta convertirlo, solamente, en un pacto transitorio de afectos. Esto conlleva no solo a la disolución del matrimonio, sino a la erosión de la propia identidad. Ser marido, mujer, padre, madre, es algo nuclear y exige de nosotros responsabilidades y promesas, que son las que nos hacen más humanos. Se ha escrito “te amaré por tu fidelidad y te seré fiel por tu amor”. La fidelidad es el nombre del amor comprometido en el tiempo; la flecha que traza una trayectoria con finalidad, sentido, fruto y referencia. Aunque cueste renovar la mente y el corazón, quienes cuentan con la fuerza de la misericordia de Dios y descansan en ella, tienen una especial ayuda para hacer de la familia el mejor sitio para vivir y para renovarse personalmente.
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