Nos
gusta el éxito personal, la realización propia, el triunfo, el hacer lo que a cada
uno le guste. La noción de autonomía, que significa ponerse uno a sí mismo sus normas
de vida, se valora mucho en nuestro mundo. Todas estas aspiraciones son humanas
y legítimas siempre que no rompan otra realidad, profundamente enraizada en
nuestro modo de ser: la dependencia. Dependemos de nuestros padres, de nuestros
hijos, de nuestros compañeros de trabajo, y de tantos agentes sociales. La
actual pandemia lo está poniendo de manifiesto de un
modo muy duro. El número de fallecidos e infectados, las repercusiones
económicas en el sueldo de los ciudadanos y en las arcas del estado, entre
otras consecuencias, son un huracán que está tirando por los suelos metas e
ilusiones.
Sin embargo, quizás toda esta dificultad
esconda algo que hay que volver a aprender: somos seres dependientes y nos
necesitamos unos a otros, especialmente en la familia. Esos nudos
interpersonales tejen el vestido de nuestras biografías, que pueden estar
desgarradas por los tirones de una abusiva autonomía. La enfermedad nos está
enseñando que la alegría más profunda radica en servir a los demás, en
ayudarles. Una de las manifestaciones más claras de la dependencia está en la
atención y cuidado de nuestros mayores. Dada la emergencia y el actual colapso
sanitario, donde muchos profesionales se están comportando heroicamente, es comprensible que existan unas prioridades a la hora de atender a
los enfermos. Pero otra cosa muy distinta es negar de entrada y sin una grave
razón, aunque la situación sea compleja, la atención médica a los ancianos más
vulnerables. Esto sería volver a caer en el viejo e infame error de considerar que "es necesario que muera un
hombre por el pueblo". Los más necesitados, en la medida de lo posible, han de
ser los más cuidados. Ya que la epidemia azota nuestra autonomía, no olvidemos
revitalizar los lazos de la atención a los más dependientes.
José
Ignacio Moreno Iturralde
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