Vivimos días difíciles donde nos
apenan los fallecimientos de tantas personas mayores, que no han podido tener
el consuelo de la cercanía de sus familiares. Nos ha inquietado la práctica,
llevada a cabo en algunos centros médicos, de segregar a los enfermos más
ancianos de las UCIS, en caso de falta de recursos ante el tsunami de la pandemia.
Estas acciones se pueden comprender, aunque resulten difíciles de aceptar y,
quizás, de justificar. Me pregunto si esta vergüenza y este dolor surgirían en una
sociedad donde estuviera consolidada la eutanasia. Me lo pregunto y me
respondo: seguramente no, nuestra compasión por la vida anciana indefensa
estaría mucho más “inmunizada”.
Existe otro tipo de vidas humanas
a las que desde hace años se les ha segregado el mismo derecho a vivir. Más de
dos millones de nonatos que han sido eliminados a través del aborto voluntario
legal en España. Solo recordarlo resulta de mal gusto y, al hacerlo, a uno
pueden tildarlo tragicómicamente de intolerante.
La marginación por la vida humana
más necesitada, cuando es posible cuidarla, responde a un utilitarismo sin
compasión. Se trata de una mentalidad semejante a la del capitalismo duro, que
ve cuentas de resultados mucho antes que puestos de trabajo personales. Otra de
sus variantes es la visión de la naturaleza como algo puramente consumible y
degradable.
Resulta paradójico que algunas
políticas de izquierdas coincidan con otras neoliberales en un doloroso punto
de encuentro: enaltecer el interés personal –denominado solemnemente como
autonomía- por encima de la defensa de los más desfavorecidos y marginados.
El cuidado de toda vida humana,
especialmente la más dependiente, es la clave de bóveda para una sociedad
verdaderamente justa y solidaria, donde el derecho a vivir sea una evidente
manifestación de igualdad. Solo así podremos edificar un mundo donde estemos
orgullosos de vivir.
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