Un
enemigo, casi tan insólito como un ejército de alienígenas, ha cambiado
drásticamente nuestro modo de vivir. Un virus peligroso ha frenado nuestra vida
de un modo nunca visto. Los medios de comunicación hablan
incesantemente de los fallecidos y de los infectados, de las repercusiones bruscas
en la economía; así como del origen incierto de toda esta incertidumbre. El
teletrabajo se ha disparado como un una necesidad, y estamos aprendiendo muchas cosas útiles. Sin embargo, espero
que no caigamos en un activismo tecnológico; porque
podríamos eludir la búsqueda del sentido de todo lo que pasa.
La vírica bofetada nos ha sentado en el suelo; pero no
en un suelo cualquiera, sino en el de nuestro hogar. Una vez más, se comprueba
que la familia es el decisivo baluarte contra los peores males. La familia es la primera
educadora, la primordial sanitaria, el salvavidas contra el paro y un gran remedio
contra el virus. No lo es porque las relaciones familiares sean idílicas
y aterciopeladas; sino precisamente porque la familia exige lo más
fuerte, significativo y humano de nosotros mismos: dar la propia vida
por los seres que más queremos. Esta donación personal genera un sistema
inmune vigoroso, blanco y optimista, que sabe poner al mal tiempo buena cara.
La pandemia actual está siendo heroicamente combatida
desde muchos frentes; pero el más decisivo es el familiar. Esta dolorosa
infección puede ayudarnos a volver a descubrir una gran medicina para la persona: cuidar a los hijos, renovar
el amor al cónyuge, no abandonar a los abuelos. Soy consciente del actual y elevado
número de rupturas familiares; pero no podemos olvidar
que el ser humano es profundamente familiar. El coronavirus va a ser derrotado,
pero además puede inmunizarnos de una enfermedad mucho peor: olvidar que en
cualquier tiempo -y este es muy propicio- se puede descubrir o revitalizar, con profunda alegría y ayuda de Dios, la
providencial y libre vocación personal.
José Ignacio Moreno Iturralde
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