Toda naturaleza tiene un modo de ser en parte permanente. El ser humano, recordamos, tiene una naturaleza biográfica. Se trata de un ser con libertad y responsabilidad limitadas, pero inalienables. Esta libertad y esta responsabilidad actúan en un organismo vivo, sujeto a leyes y condiciones particulares. La libertad propia se manifiesta desde un cuerpo con el que se une. La libertad humana opera en una materia con unas características morfológicas determinadas por la genética. Sin embargo la libertad no pesa un gramo y, si bien necesita de una base de operaciones fisiológicas, no es fisiológica en sí misma. La libertad tiene una cierta dependencia y una cierta independencia respecto al cuerpo; como una hoja respecto a su árbol. Pero si la libertad quiere ser hoja de nadie, como las caídas en otoño, se termina agostando.
La naturaleza humana es la propia de un ser con libertad moral. La duda que puede plantearse es si el individuo humano lo es cuando no está capacitado para ejercer su libertad. Aristóteles aclara una idea capital: Una naturaleza se posee no cuando se ejercen los actos propios de ella; sino cuando se tienen las capacidades para hacerlos. Estas capacidades pueden no estar operativas, transitoria o definitivamente, como ocurre en múltiples casos: una persona que duerme, que tiene alguna discapacidad, que enferma, un anciano o un nonato. Negar la naturaleza humana por una disminución de actividades supone adoptar una actitud eugenésica.
Otra de las cuestiones que pueden abordarse es la entidad de la naturaleza y su relación con la cultura. La cultura produce una transformación creativa de las naturalezas que nos rodean, así como de la nuestra propia. La historia forma, por tanto, un factor clave en las relaciones entre cultura y naturaleza. El paso del tiempo no es por sí solo un factor determinante en la mejora de la cultura. Las tremendas guerras del siglo XX lo han puesto de manifiesto. La cultura tiene por misión mejorar la naturaleza y para esto requiere de una condición previa: respetarla. La suplantación de la naturaleza por la cultura es una negación de la cultura misma.
A la hora de comprender la entidad de la naturaleza humana existen dos enfoques opuestos: el del interés y el del respeto. El ser humano, todo ser humano, merece ser tratado desde el respeto y no desde el utilitarismo. En la medida en que el respeto al ser humano, en cualquiera de sus fases y circunstancias, prima sobre la utilidad y la manipulación interesada estamos construyendo una cultura más humana y solidaria. De lo contrario la sociedad se va transformado en una selva donde los fuertes oprimen e incluso anulan a los más débiles. Por ejemplo, la esclavitud ha sido –y todavía es- una llaga dolorosa en nuestro mundo.
En todas las polémicas bioéticas que surgen hoy existe una clara disyuntiva: El predominio de la propia autonomía sobre la naturaleza o el respeto a la naturaleza, al que debe subordinarse la autonomía o libertad propia. Lo que honradamente cabe observar es que la autonomía o libertad propia surge de la naturaleza humana; no ocurre al revés. Nadie ha elegido tener dos brazos y un solo corazón.
Planteadas así las cosas parece que sería lógico que el respeto primara sobre el interés en las relaciones humanas. Muchas veces ocurre así; pero también con frecuencia constatamos ataques severos a la condición humana como es la práctica habitual, extendida y permitida por muchos gobiernos, del aborto voluntario. Ésta y otras muchas lacras sociales nos hacen preguntarnos por los cimientos del respeto a la vida humana. El respeto sin más base se muestra transgredido e ineficaz. En efecto, si se despoja a la naturaleza humana de su sacralidad, de hecho, se la acaba cosificando. La sacralidad es una dimensión de la persona hacia lo absoluto. Los partidarios de legislar como si Dios no existiera, con frecuencia, no cimentan valores incondicionados y configuran una sociedad que, bajo la excusa de una falsa laicidad, desacraliza al hombre y, en parte, lo deshumaniza. Legislar debe atenerse a unos imperativos morales absolutos que, además, encuentran su raíz más segura en Dios.
Abortar es matar una sonrisa humana. Pero además, para el creyente, el aborto es matar a una imagen y semejanza de Dios.
José Ignacio Moreno
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