Ana María Iturralde Pons
fue una mujer con el don de una entrañable simpatía. Con sencillez y alegría
supo vivir de un modo laborioso y decidido, con un corazón grande para los
demás. Por esto fue una persona muy querida.
Nació en Madrid, en 1918,
penúltima de ocho hermanos. Su padre falleció a temprana edad y su madre sacó
adelante a todos sus hijos e hijas, afrontando contrariedades del calibre de
una guerra civil. Durante la contienda estuvieron en la capital, así como en
otras ciudades: Málaga, Vilassar de Mar y Cabrils. Parece que, durante un
bombardeo, varios de los hermanos decidieron salieron al jardín de la casa a tomar
un chocolate con churros… Así eran los Iturralde. Más adelante, se casó,
sabiéndolo perfectamente, con un tuberculoso al que le quedaban seis meses de
vida, como efectivamente ocurrió. En Madrid, siendo una viuda joven, se fue a
vivir con su madre y sus dos hermanas Mercedes y Dolores. Trabajó como
telefonista, siendo recordada por su capacidad de hacer amistades y por su
energía vital. A los cuarenta y dos años se casó con José, tuvieron un hijo, y formaron una familia profundamente feliz. No faltó el sacrificio; por
ejemplo, Ana quiso cuidar en casa a su suegro, impedido y dependiente, hasta el
fallecimiento de éste.
Conoció el Opus Dei a
través de su hijo, que frecuentaba un centro de la Obra en Madrid. Al poco
tiempo pidió la admisión como supernumeraria de la Institución fundada por San
Josemaría, al servicio de la Iglesia, que promueve la santidad da las en medio
del trabajo y de las ocupaciones ordinarias del cristiano. La formación y el
ejemplo que recibió entonces, hizo que su vida de trato con Dios, que siempre
cultivó, se robusteciera cada vez más. Posteriormente, sufrió una larga y dura enfermedad
que llevó con salero y fe, rodeada de los cuidados de su marido. Recuerdo que
una vez me comentó: “si al menos este maldito cáncer me hubiera dejado un buen
tipo…”. Falleció en mayo de 1990, tras un ingreso hospitalario inusual: la habitación
de la enferma albergaba, con frecuencia, a amigas y amigos que se reían con
ella por el buen humor que tenía. Sus últimos días fueron de una gran
intensidad de trato con Dios, ofreciendo sus dolores por la Iglesia, la
Obra, y recibiendo los Sacramentos. El entierro fue un sábado y al lado de su
tumba estaba una estatua de la Virgen del Carmen.
Ana María triunfó como
persona, procurando santificar su trabajo cotidiano, su familia y sus amistades.
A todos los que la conocimos nos ha dejado un surco de esperanza y una raíz de
sentido positivo y valioso de la vida.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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