Es bonito ver volar una bandada de pájaros, contemplar una chopera junto a un río, o admirarse ante la mole sencilla y rotunda de una montaña. Esos colores y contornos naturales, sirven de marco para establecer las figuras de un mundo de relaciones humanas francas, sinceras, alegres y familiares.
Algunas aves pueden destrozar sembrados. Un rayo puede partir el tronco de un árbol, y alguna montaña puede estallar en un torrente de fuego. Esos raptos rabiosos del medio ambiente, parecen un reflejo de lo que en ocasiones sucede en la mente y el corazón de los seres humanos: envidias, violencia y egoísmos. Pero del mismo modo que no despreciamos la naturaleza, no dejamos de admirarnos ante el enorme valor de ciertas realidades que llenan de sentido nuestras vidas: amistad, fraternidad, amor, filiación, paternidad, maternidad. Las cosas del mundo se someten a leyes muy precisas. Nosotros somos libres; pero en la medida en que utilizamos nuestra libertad para forjar lazos humanos y familiares, estamos dando a nuestra biografía un cabal cumplimiento.
Con frecuencia podemos tener en la cabeza tareas,
ocupaciones, proyectos. Muchos, sin duda, interesantes e incluso necesarios.
Pero hemos de procurar aprender de la sencillez del campo y de la ternura del
amanecer, para cuidar lo que verdaderamente merece la pena: los seres a quienes
más queremos, quienes son también frecuentemente motivo de esfuerzos y
renuncias por nuestra parte. El espectáculo de un nuevo día refleja con nitidez
el enorme valor de las cosas menudas y cotidianas: esas que pueden hacer amable
la vida a los demás. Hay que sacudirse la miopía del desencanto y la atonía del
egoísmo, para descubrir el enorme valor de un saludo cordial, de un acto de
servicio, o de una petición de perdón. Esos límites cotidianos nos llevan a
asomarnos a una verticalidad de sentido, a una trascendencia blanca, amable y
grandiosa, que se esconde detrás de una sonrisa o de un acto de humildad. Y
cuando veamos que estamos lejos de tener una actitud acorde con la gratitud y
el servicio que debíamos ofrecer a manos llenas, podemos lanzar una mirada
limpia y contrita al cielo y sabernos queridos, cuidados, encauzados por la
energía que hizo los límites del mundo y el corazón de los hogares. De esta
manera, podemos volver a darnos cuenta de que solo la audacia y la simpatía de
la generosidad en lo cotidiano es lo único que supera todos los límites, porque
llega hasta el infinito actual de Dios.
José Ignacio Moreno Iturralde
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