El corazón
es el núcleo del que surgen las intenciones más profundas del ser humano. La
mirada interior de cada persona respecto a la realidad, y muy especialmente
respecto a sus semejantes, puede ser de respeto y servicio, o de dominio y
egoísmo.
La mirada
de respeto tiende a admirar y agradecer la realidad. En las demás personas se
ven familiares, amigos, conciudadanos; aunque haya que superar inconvenientes
en la convivencia.
La mirada
de dominio, por el contrario, ve el mundo como un producto del que apropiarse. La relación con los demás se
vuelve interesada, también en el intercambio de ideas y de afectos. La voluntad
de poder, o mirada de dominio, ha llevado a numerosas formas de explotación de
unos seres humanos sobre otros, generando tremendas injusticias a lo largo de
la historia. Por otra parte, este mismo deseo de dominar, referido a la tierra,
está llevando a preocupantes problemas medioambientales. Sin embargo, la
sociedad actual parece no divisar este egoísmo apropiativo en las relaciones
afectivas interpersonales.
Cuando una
persona es vista por otra como un instrumento de satisfacción afectiva y
sexual, se produce una relación cosificadora, despersonalizadora. Tal relación
termina por generar ruptura y rechazo. La afectividad entendida como ejercicio
de espontaneidad y privada de su conexión con la íntegra dignidad de la
persona, provoca un grave deterioro humano. Por ejemplo: la ruptura voluntaria de
los exigentes lazos familiares hace más volubles y vulnerables a hombres y
mujeres.
Frente a
lo anterior, la visión de respeto y servicio supera el yo, abriéndolo a la
medida de la realidad. Los seres del mundo, muy especialmente nuestros
semejantes, son respetados instaurando una ética del cuidado. Las relaciones de
amor interpersonal surgen a partir de este respeto a nuestra naturaleza. La
conyugalidad de varón y mujer es vista entonces como una comunidad de personas mutuamente entregadas, y abiertas al posible surgimiento de la alegría de los hijos.
La visión
cristiana añade a la identidad de la persona, incluida su cuerpo, la condición
de imagen y semejanza de Dios. La redención supone la ayuda divina para pasar
de un estado de deterioro y concupiscencia, a otro de servicio y de amor. Por
este motivo “el corazón se ha convertido en el campo de batalla entre el amor y
la concupiscencia”[1].
Pese a
todos nuestros errores y fragilidades, la persona humana está llamada al
respeto a la tierra que nos sustenta y, sobre todo, a la dignidad de los demás;
es decir: al establecimiento efectivo de relaciones de justicia, de amistad y
cordialidad; tanto en el plano social como, con mayor motivo, en el familiar.
El
cristianismo no es algo extraño a nuestra naturaleza, sino Alguien profundamente acorde con el espíritu humano, que ayuda a cada persona a llevar libremente
a cabo las exigencias de su dignidad.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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