El protagonista principal de la Navidad
es un niño, un bebé. No es una madre, ni un padre, ni una estrella, ni un mito;
sino un niño de carne y hueso, nacido en una familia pobre y en una situación
de apuro. Chesterton hablaba de la Navidad como la fiesta de las familias que
reviven en sus casas el acontecimiento del que no tuvo una para nacer. El hogar
que Dios eligió para mirar por primera vez al mundo con ojos humanos fue un
establo, una gruta. Lo que importaba era la familia: ésta es el hogar. El hogar
es el corazón del hombre, de todo hombre, no solo de los cristianos. El hogar
se constituye cuando los hombres acogen en él a Dios y, como consecuencia, a sí
mismos.
El cristianismo es la civilización del niño, del más indefenso, del que es amor
encarnado, hecho persona. La indefensión e inocencia del bebé contrasta con la
potencialidad de su espíritu y de su genética. Un niño es una aventura, una
historia abierta al hoy y al mañana, una biografía. Por este motivo un niño es
una alegría, aunque no sea una comodidad. El símbolo del cristiano es un
crucifijo, pero también lo es una madre con el niño en sus brazos. La vitalidad
cristiana acoge tanto la vida como la muerte: sabe que nace para morir y que
muere para vivir. Por esto el cristianismo es esperanza y alegría. La historia
de la cruz se ha convertido en la historia de la familia. Sin cruz no hay
familia; por esto hay quienes quieren atacar a la familia.
Entre las barbaridades de nuestro mundo tecnificado destaca con virulencia la
extensión masiva del aborto voluntario. Se llega a querer que una mujer tenga
el derecho de matar al hijo de sus entrañas si así lo considera oportuno.
Abortar es matar al niño, degradar a la familia, lesionar a la humanidad. Por
muy incómodo que resulte traer un hijo al mundo no puede darse por buena la
muerte provocada de un ser humano en su estado de máxima indefensión. La
sociedad tiene una grave responsabilidad en la ayuda a la mujer embarazada y
necesitada de todo de apoyo humanitario, sanitario y económico.
Un hijo es un gran motivo para vivir, es la mitad del propio corazón. Traer un
hijo al mundo es una dicha para sus padres. Un hijo es amor hecho vida. La vida
puede entonces convertirse en amor, que es la única manera de que merezca la
pena de ser vivida. Recuperar la sacralidad de toda vida humana es recuperarnos
a nosotros mismos. Pienso que no es posible realizarlo tan solo denunciando,
como acabo de hacer, atentados contra la vida. Hay que recuperar el sentido de
la íntima belleza del mundo y solo podremos encontrarlo desde la aceptación de
la propia vida que nos toque vivir.
Un niño suele encajar bien su vida. Sus
propios juegos siempre le parecen importantes; no tiene ni medio problema de
autoestima; excepto si le faltan sus padres o uno de ellos. Un niño se toma muy
en serio a sí mismo; siempre que esté cerca de sus padres. Jesús de Nazaret
aceptó plenamente la integridad de su Vida y esto no le fue cómodo en absoluto,
pero lo hizo porque era el Hijo muy amado
(Mt 17, 1-9).
José Ignacio moreno Iturralde
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