Llegué como profesor nuevo a un Claustro del Instituto
Ramiro de Maeztu. Asistían muchos profesores y en el ambiente se respiraba un
denso tedio. Una señora leía unas aburridísimas actas de la reunión anterior,
acerca de rancios temas administrativos. Corría el papelito donde uno firmaba
su asistencia. Yo esperaba que me llegara el turno para ver si, con suerte,
podía zafarme de allí cuanto antes. La lectora prosiguió diciendo: “La señorita
Paloma…” En ese mismo momento un profesor con solera alzó la voz y confesó: “¡Un
momento, un momento,… Quiero que conste en acta que yo amo a la señorita
Paloma; la amo!”. La carcajada fue general, los rostros aburridos de mis
colegas y el mío irradiaron humanidad y poco faltó para que nos tomáramos algo
juntos. Ya sí que estaba en mi instituto.
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